AGOSTO 2016
Conexiones
Viajes lejanos
Creo que esta vez lo necesito más que nunca y las voy a disfrutar. Dos viajes, radicalmente distintos.
Asia y norte de España.
Sola y acompañada.
Improvisar, programar.
Aprender, relajar.
Despierta, dormida.
Decidir, asentir.
Maneras distintas de viajar, de aprender, de vivir. No puedo decir cuál me apetece más porque veo asomarse el brillo afilado del miedo.
Y el miedo no me deja un momento de relax, de calma en la que poder fluir con los acontecimientos y dejarme llevar.
El miedo contrae, distorsiona la realidad.
El miedo no te permite ser libre ni espontáneo.
Y sin embargo muchas veces te empuja a una acción ilógica fruto de la más desesperada presión.
Actos espontáneos al fin y al cabo, pero generados desde fuentes muy distintas.
Y como decían, el miedo no se vence, el miedo se atraviesa.
Le coges de la mano y te lo llevas de paseo, le pones en el brete.
Aprendes a ignorarlo, y a actuar sin que sus firmes garras te aprieten demasiado, siempre buscando el espacio por donde respirar.
Y profundizas en la respiración, y la ralentizas haciéndola poderosa y fuerte, perforando hacia el fondo de los pulmons hasta los riñones, atravesando el acojonado diafragma que permanece encogido como un puño tirando de los músculos y articulaciones, de los huesos que se redondean formando un cofre protector en torno a él.
Pero esa no es manera de ir por la vida.
Te enderezas, el esternón mira al cielo, los hombros se relajan, los omóplatos descienden y desde ahí, desde el centro del corazón, brillando, avanzas.
Y continúa.
Sigues y sigues. Cuando la presión está sobre ti, ponte en marcha y la presión desaparecerá. (Yogui Bhajan).
La mirada elevada ligeramente por encima de la línea media, un pie detrás de otro, el foco en la respiración y continúas. No importa nada más.
Continúas.
Así en el yoga como en la vida.
Y recuerdo a Jodorowski diciendo: Tu sufrimiento es voluntario como un vicio.
Sufrir es una opción, un hábito, sufrir nos da los límites de quiénes somos, nuestro sufrimiento nos define, nos ubica ante los demás, conseguimos posicionarnos.
No nos deshacemos tan fácilmente de nuestros pequeños sufrimientos. Luego viene uno verdadero y desbanca a todos estos dejándonos con la sensación de estupidez y de haber perdido el tiempo.
Pero eso es otra historia.
Abandona tus vicios, y tu sufrimiento.
Deshazte de esta coraza, cuando viajas te enfrentas a un otro yo muy distinto, a nadie le importa tu mochila, ni siquiera hablas el idioma y además estás en su terreno, todo nuevo para ti.
Viajar te cambia de plano, ya no ves las cosas desde la tranquilidad, la seguridad de tu hogar, de tu vida cotidiana, de tu país, de tu idioma, en definitiva, de tus hábitos y rutinas.
Te lanza de un empujón al otro lado del campo de juego, a otra expectativa: ya no controlas, no conoces, no dominas.
Ahora estás a la expectativa, tus conocimientos se reducen a menos de la mitad del tirón.
No sabes cómo funcionan las cosas, los trucos, las formas.
Viajar te despierta, te mantiene alerta, te sacude en tus cimientos. Todo lo que has aprendido, lo que te sale de manera automática, sirve para bien poco.
Ensanchas los ojos. Amplías el oído. Se expande el tacto, notas el aire susurrar por la piel. Profundiza el olfato, afinas el gusto.
Vuelves a caminar de puntillas.
Viajar te pone en una postura incómoda a la que te tienes que someter, hasta exprimir el conocimiento.
Como en las asanas de yoga, leí hace poco:
Al principio te sientes raro, miras a los demás... Lo que estás haciendo es coger el subconsciente lleno de hábitos y patrones y lo pones en una postura específica, conscientemente establecida: un asana fija o móvil. La incomodidad o rareza viene porque te enfrentas a la rigidez de tu ego y hábitos conscientemente.
Pero si la mantienes, cada vez te sientes mejor. El asana comienza a encontrar su sitio natural dentro de ti.
Comienzas a construir un puente, comunicación entre el consciente y el inconsciente, entre tu patrón objetivo y todos los patrones que no sabías que tenías.
Así en las asanas como en la ruta.
Te pones en situaciones nuevas y al principio te sientes raro, no quieres dar la nota, que se te note perdido... Pero lo estás, muchas veces no sabes qué hacer ni cómo y eso te enfada y desespera (estás poniendo tu ego contra las cuerdas). Pero te mantienes, continúas y nuevas actitudes y puntos de vista comienzan a encontrar su sitio dentro de ti. Es la riqueza que proporciona el viaje, lo que llamamos apertura de mente.
¿Y en serio hay que irse a miles de km y pasar algunas penalidades para aprender algo?
Sí, vivimos con los sentidos atrofiados, es lo que produce la costumbre.
Llega un momento que el rancio olor de la habitación cerrada no lo percibes. Tienes que salir, respirar otros mundos para poder captar el cambio, las sutilezas de cada aroma, cada uno de sus matices.
Pero tienes que abrir la puerta de esa habitación y atravesar el umbral, y permanecer un tiempo lejos de ella.
Y sí, hay que poner tierra de por medio.
Y no planificar nada, y dejar de pensar tanto.
Deja de racionalizar, expande los sentidos y simplemente siente.
A través de cada uno de los poros, de tus numerosas antenas, respira todo lo que te llegue.
Somos centros energéticos, vibra con lo que vibra a tu alrededor, totalmente receptiva a cada sensación, a cada cambio.
Nos vemos a la vuelta, con otro brillo en la mirada. Una ligera muesca en la policromía del iris, otra profundidad en las pupilas.
Dice el proverbio de los bambura: "El mundo del hombre es su ojo".
Asia y norte de España.
Sola y acompañada.
Improvisar, programar.
Aprender, relajar.
Despierta, dormida.
Decidir, asentir.
Maneras distintas de viajar, de aprender, de vivir. No puedo decir cuál me apetece más porque veo asomarse el brillo afilado del miedo.
Y el miedo no me deja un momento de relax, de calma en la que poder fluir con los acontecimientos y dejarme llevar.
El miedo contrae, distorsiona la realidad.
El miedo no te permite ser libre ni espontáneo.
Y sin embargo muchas veces te empuja a una acción ilógica fruto de la más desesperada presión.
Actos espontáneos al fin y al cabo, pero generados desde fuentes muy distintas.
Y como decían, el miedo no se vence, el miedo se atraviesa.
Le coges de la mano y te lo llevas de paseo, le pones en el brete.
Aprendes a ignorarlo, y a actuar sin que sus firmes garras te aprieten demasiado, siempre buscando el espacio por donde respirar.
Y profundizas en la respiración, y la ralentizas haciéndola poderosa y fuerte, perforando hacia el fondo de los pulmons hasta los riñones, atravesando el acojonado diafragma que permanece encogido como un puño tirando de los músculos y articulaciones, de los huesos que se redondean formando un cofre protector en torno a él.
Pero esa no es manera de ir por la vida.
Te enderezas, el esternón mira al cielo, los hombros se relajan, los omóplatos descienden y desde ahí, desde el centro del corazón, brillando, avanzas.
Y continúa.
Sigues y sigues. Cuando la presión está sobre ti, ponte en marcha y la presión desaparecerá. (Yogui Bhajan).
La mirada elevada ligeramente por encima de la línea media, un pie detrás de otro, el foco en la respiración y continúas. No importa nada más.
Continúas.
Así en el yoga como en la vida.
Y recuerdo a Jodorowski diciendo: Tu sufrimiento es voluntario como un vicio.
Sufrir es una opción, un hábito, sufrir nos da los límites de quiénes somos, nuestro sufrimiento nos define, nos ubica ante los demás, conseguimos posicionarnos.
No nos deshacemos tan fácilmente de nuestros pequeños sufrimientos. Luego viene uno verdadero y desbanca a todos estos dejándonos con la sensación de estupidez y de haber perdido el tiempo.
Pero eso es otra historia.
Abandona tus vicios, y tu sufrimiento.
Deshazte de esta coraza, cuando viajas te enfrentas a un otro yo muy distinto, a nadie le importa tu mochila, ni siquiera hablas el idioma y además estás en su terreno, todo nuevo para ti.
Viajar te cambia de plano, ya no ves las cosas desde la tranquilidad, la seguridad de tu hogar, de tu vida cotidiana, de tu país, de tu idioma, en definitiva, de tus hábitos y rutinas.
Te lanza de un empujón al otro lado del campo de juego, a otra expectativa: ya no controlas, no conoces, no dominas.
Ahora estás a la expectativa, tus conocimientos se reducen a menos de la mitad del tirón.
No sabes cómo funcionan las cosas, los trucos, las formas.
Viajar te despierta, te mantiene alerta, te sacude en tus cimientos. Todo lo que has aprendido, lo que te sale de manera automática, sirve para bien poco.
Ensanchas los ojos. Amplías el oído. Se expande el tacto, notas el aire susurrar por la piel. Profundiza el olfato, afinas el gusto.
Vuelves a caminar de puntillas.
Viajar te pone en una postura incómoda a la que te tienes que someter, hasta exprimir el conocimiento.
Como en las asanas de yoga, leí hace poco:
Al principio te sientes raro, miras a los demás... Lo que estás haciendo es coger el subconsciente lleno de hábitos y patrones y lo pones en una postura específica, conscientemente establecida: un asana fija o móvil. La incomodidad o rareza viene porque te enfrentas a la rigidez de tu ego y hábitos conscientemente.
Pero si la mantienes, cada vez te sientes mejor. El asana comienza a encontrar su sitio natural dentro de ti.
Comienzas a construir un puente, comunicación entre el consciente y el inconsciente, entre tu patrón objetivo y todos los patrones que no sabías que tenías.
Así en las asanas como en la ruta.
Te pones en situaciones nuevas y al principio te sientes raro, no quieres dar la nota, que se te note perdido... Pero lo estás, muchas veces no sabes qué hacer ni cómo y eso te enfada y desespera (estás poniendo tu ego contra las cuerdas). Pero te mantienes, continúas y nuevas actitudes y puntos de vista comienzan a encontrar su sitio dentro de ti. Es la riqueza que proporciona el viaje, lo que llamamos apertura de mente.
¿Y en serio hay que irse a miles de km y pasar algunas penalidades para aprender algo?
Sí, vivimos con los sentidos atrofiados, es lo que produce la costumbre.
Llega un momento que el rancio olor de la habitación cerrada no lo percibes. Tienes que salir, respirar otros mundos para poder captar el cambio, las sutilezas de cada aroma, cada uno de sus matices.
Pero tienes que abrir la puerta de esa habitación y atravesar el umbral, y permanecer un tiempo lejos de ella.
Y sí, hay que poner tierra de por medio.
Y no planificar nada, y dejar de pensar tanto.
Deja de racionalizar, expande los sentidos y simplemente siente.
A través de cada uno de los poros, de tus numerosas antenas, respira todo lo que te llegue.
Somos centros energéticos, vibra con lo que vibra a tu alrededor, totalmente receptiva a cada sensación, a cada cambio.
Nos vemos a la vuelta, con otro brillo en la mirada. Una ligera muesca en la policromía del iris, otra profundidad en las pupilas.
Dice el proverbio de los bambura: "El mundo del hombre es su ojo".
Escapando de la zona de confort
Salir de mi zona de confort, en mi caso es necesario, para estimular mi inteligencia, para irritarme, para forzarme a relacionarme, moverme, abrir los ojos y dirigir en vez de cómodamente dejarme llevar.
Obligarme a espabilar, que los sentidos, la astucia de la supervivencia, se pierde si no la practicas, como los idiomas. Y en realidad es un lenguaje, el de los instintos, sexto sentido, corazonadas e intuiciones.
Aprendes a escuchar más allá de lo conocido, lo establecido, lo repetido diariamente.
Aprendes a ver, a abrir la visión interior.
Salir de mi zona de confort significa elegir.
La pavorosa tarea de tomar decisiones.
Aceptar esa responsabilidad.
En nuestro día a día, en las rutinas, en el control de nuestras casas, el funcionamiento de cada cosa que necesitamos, las relaciones humanas: siempre con la misma gente del departamento, con los mismos amigos, con la familia, gente que nos conoce, que conocemos, que podemos prever, con los que estamos tranquilos.
Salir de la zona de control significa sacar tu culo de esa cunita de algodonada previsibilidad y plantarte así sin más, de golpe, en la otra punta del globo. En un sitio con otras costumbres, idioma, cultura. Un sitio donde no conoces a nadie. Donde cada persona desde el amanecer al ocaso es nueva, y tú el extranjero (el torpe, el perdido, el que no conoce y se equivoca).
Aquí no tienes una trayectoria, unas referencias a las que agarrarte y agitar en caso de tensión, problemas o decisiones.
El otro es tan sospechoso como tú para él.
Y salir de mi zona de confort porque odio la idea de separarme, de estar lejos. Me altera tanto y la rechazo a tal punto que mi cabeza empieza a inventar miedos, a proponerme miles de argumentos para renunciar y quedarme donde estoy. Cómoda, repitiendo mi bovina rutina.
La mente negativa siempre intentando protegerme por medio de la inmovilidad. Por ella estaría todo el día encerrada en una espiral de sota, caballo y rey.
Y observar esto me hace reconocer que necesito urgentemente ponerme en el camino.
Sola. Nadie decide por mí. Nadie me orienta, me guía, me sirve de apoyo.
Nadie a quien quejarme, ante el que interpretar un papel.
Esta es la realidad, actúa.
Y las quejas más tarde cuando encuentres wifi por fin y consigas contactar para darte cuenta de que ya no merece la pena.
Dormir en sitios incómodos con pequeños y crujientes visitantes nocturnos, no pegar ojo, tener ganas de llorar de impotencia, acordarte de toda tu familia por haber decidido a lanzarte a un viaje así, querer volver, ansiar locamente tu cama, la limpieza de tu hogar, con tus sábanas, el lomo caliente en la pierna izquierda y un ligero ronquido que viene desde la derecha.
Y superar estos momentos acogiendo la profunda sabiduría que se esconde detrás.
Y por supuesto disfrutar de los miles de pequeños regalos que llegan a diario.
Y el mayor de ellos, la experiencia, llega mucho después, cuando el viaje ya ha terminado, y sus frutos se van desplegando poco a poco ante ti en momentos inesperados a lo largo de los meses siguientes. Pequeños fogonazos, ciertos cambios casi imperceptibles, como todos los que ocurren en el alma pero que la van cincelando a base de pequeños e invisibles cortes.
Obligarme a espabilar, que los sentidos, la astucia de la supervivencia, se pierde si no la practicas, como los idiomas. Y en realidad es un lenguaje, el de los instintos, sexto sentido, corazonadas e intuiciones.
Aprendes a escuchar más allá de lo conocido, lo establecido, lo repetido diariamente.
Aprendes a ver, a abrir la visión interior.
Salir de mi zona de confort significa elegir.
La pavorosa tarea de tomar decisiones.
Aceptar esa responsabilidad.
En nuestro día a día, en las rutinas, en el control de nuestras casas, el funcionamiento de cada cosa que necesitamos, las relaciones humanas: siempre con la misma gente del departamento, con los mismos amigos, con la familia, gente que nos conoce, que conocemos, que podemos prever, con los que estamos tranquilos.
Salir de la zona de control significa sacar tu culo de esa cunita de algodonada previsibilidad y plantarte así sin más, de golpe, en la otra punta del globo. En un sitio con otras costumbres, idioma, cultura. Un sitio donde no conoces a nadie. Donde cada persona desde el amanecer al ocaso es nueva, y tú el extranjero (el torpe, el perdido, el que no conoce y se equivoca).
Aquí no tienes una trayectoria, unas referencias a las que agarrarte y agitar en caso de tensión, problemas o decisiones.
El otro es tan sospechoso como tú para él.
Y salir de mi zona de confort porque odio la idea de separarme, de estar lejos. Me altera tanto y la rechazo a tal punto que mi cabeza empieza a inventar miedos, a proponerme miles de argumentos para renunciar y quedarme donde estoy. Cómoda, repitiendo mi bovina rutina.
La mente negativa siempre intentando protegerme por medio de la inmovilidad. Por ella estaría todo el día encerrada en una espiral de sota, caballo y rey.
Y observar esto me hace reconocer que necesito urgentemente ponerme en el camino.
Sola. Nadie decide por mí. Nadie me orienta, me guía, me sirve de apoyo.
Nadie a quien quejarme, ante el que interpretar un papel.
Esta es la realidad, actúa.
Y las quejas más tarde cuando encuentres wifi por fin y consigas contactar para darte cuenta de que ya no merece la pena.
Dormir en sitios incómodos con pequeños y crujientes visitantes nocturnos, no pegar ojo, tener ganas de llorar de impotencia, acordarte de toda tu familia por haber decidido a lanzarte a un viaje así, querer volver, ansiar locamente tu cama, la limpieza de tu hogar, con tus sábanas, el lomo caliente en la pierna izquierda y un ligero ronquido que viene desde la derecha.
Y superar estos momentos acogiendo la profunda sabiduría que se esconde detrás.
Y por supuesto disfrutar de los miles de pequeños regalos que llegan a diario.
Y el mayor de ellos, la experiencia, llega mucho después, cuando el viaje ya ha terminado, y sus frutos se van desplegando poco a poco ante ti en momentos inesperados a lo largo de los meses siguientes. Pequeños fogonazos, ciertos cambios casi imperceptibles, como todos los que ocurren en el alma pero que la van cincelando a base de pequeños e invisibles cortes.
En la espesura...
Madre mía, creo que me he pasado... Mis últimos textos son espesos, intrínsecos, sentidos, profundos, complicados... Tal y como se pone mi mente cuando estoy asustada.
No hay para tanto y se trata de cambiar el chip y todo depende de cómo lo veas, de cómo te veas.
No soy la primera ni la última, no me voy a conocer el espacio exterior ni estaré fuera más de tres semanas, así que menos autosugestiones, menos exageraciones y menos protagonismos. Y como veo que este texto va camino de ser otra arenga personal, lo dejo aquí.
Eso sí, prometo temas más divertidos desde la calma del hogar a mi vuelta. ( Y el brillo en las pupilas y todo ese rollo que he soltado).
Porque hay cosas buenas que tiene la rutina, te permite ser irónica y sacarle punta al lápiz. Cuando estás asustada, no.
No hay para tanto y se trata de cambiar el chip y todo depende de cómo lo veas, de cómo te veas.
No soy la primera ni la última, no me voy a conocer el espacio exterior ni estaré fuera más de tres semanas, así que menos autosugestiones, menos exageraciones y menos protagonismos. Y como veo que este texto va camino de ser otra arenga personal, lo dejo aquí.
Eso sí, prometo temas más divertidos desde la calma del hogar a mi vuelta. ( Y el brillo en las pupilas y todo ese rollo que he soltado).
Porque hay cosas buenas que tiene la rutina, te permite ser irónica y sacarle punta al lápiz. Cuando estás asustada, no.