MAYO
Lecturas
Las correcciones
Jonathan Franzen
Levantó una mano para tirarse del remache de hierro forjado que llevaba en una oreja. Le ponía muy nervioso la posibilidad de desgarrarse el lóbulo de la oreja con él: de que el máximo dolor que los nervios de su pabellón auditivo pudieran generar quedara por debajo del mínimo que él necesitaba ahora para tranquilizarse.
Lo que hacía de las drogas una perpetua propuesta sexual era la oportunidad de ser otro.
- Te he pedido que no me hables de ello. Si no te comportas como una persona correcta y educada, no voy a tener más remedio...
- Tu corrección es una mierda. Y tu educación también. Para lo único que te sirven es para comportarte con debilidad. Y con miedo. ¡Todo mierda!
En la noche siguiente, él hizo una presentación de disculpas casi completa, sin llegar a ceder en el principal punto de litigio, pero declarando su pesar y su arrepentimiento por los daños colaterales a que había dado lugar, los sentimientos magullados, las interpretaciones malintencionadas y las dolorosas acusaciones, proporcionándole así a Caroline un anticipo del acceso de ternura que le esperaba sólo con que reconociese que, en lo tocante al principal punto en litigio, era él quien tenía razón.
Cada acercamiento fallido restaba posibilidades de éxito al acercamiento siguiente (...) Empezó a odiar a Caroline simplemente por el hecho de seguir enfrentándosele. Le resultaban odiosas las nuevas reservas de independencia que ella iba explotando para resistírsele. Y lo más especialmente odioso era que ella le odiase a él. Podría haber puesto fin a la crisis en un minuto si todo hubiera consistido solamente en perdonarla; pero percibía en su mirada la repulsión especular que sentía hacia él, y eso le volvía loco y le emponzoñaba la esperanza.
Lleva tres meses tomando unas píldoras que la dejan totalmente obtusa, y luego esa obtusidad se define a sí misma como buena salud mental. Igual que si la ceguera se definiese a sí misma como facultad de ver. "Ahora que estoy ciego, veo muy bien que no hay nada que ver".
Luego se mudó a Nueva York y entró en el largo proceso de ir acostándose con todos y cada uno de los chicos maravillosos, terminalmente incapaces de compromiso alguno, sádicos a ratos y carentes de honradez que moraban en el municipio de Manhattan.
...y parecía enamorado de ella (y el tipo era, a fin de cuentas, un embajador como Dios manda ante las Naciones Unidas (...)), y ella hizo lo posible por corresponderle en el mismo nivel de bondad. Fue todo lo Agradable que le resultó Humanamente Posible.
Diversas sustancias químicas que los compuestos moleculares llevaban reteniendo toda la tarde quedaron de pronto en libertad y anegaron los senderos neuronales de Gary. Un aluvión de reacciones desencadenadas por el Factor 6 le relajó los lacrimales y le envió una oleada de náuseas por el nervio neumogástrico abajo: la "sensación" de ir sobrellevando los días por el procedimiento de no prestar atención a las verdades soterradas que a cada momento iban haciéndose más irrefutables y decisivas. La verdad de su propia muerte. De que no por precipitarse a la tumba con un tesoro en las manos iba a lograr salvarse.
Dos horas vacías eran un criadero de infecciones.
Se negó a llorar. Estaba convencido de que si se oía llorar, a las dos de la madrugada, en una habitación de motel que apestaba a tabaco, sería el fin del mundo. Quizá no tuviera otra cosa, pero disciplina sí. Capacidad para decir que no: eso sí.
Estaba experimentando una escasez crítica de los Factores 1 y 3. Momentos antes había tenido la impresión de que a Caroline le faltaba poco para acusarle de estar "deprimido", y le asustaba la posibilidad de que ganase cotización la idea de que estaba deprimido, porque entonces perdería el derecho a opinar. Perdería el derecho a sus certezas morales; cada palabra que pronunciase se convertiría en síntoma de enfermedad; nunca volvería a imponerse en una discusión.
¡Cuánta misantropía y cuánta amargura! A Gary le habría encantado disfrutar siendo un hombre rico y acomodado, pero el país no se lo estaba poniendo nada fácil. A su alrededor, millones de norteamericanos con los millones recién acuñados se embarcaban en idéntica búsqueda de lo extraordinario: comprar la perfecta casa victoriana, bajar esquiando por una ladera virgen, tener trato personal con el chef, localizar una playa sin huellas de pisadas. Mientras, otras varias decenas de millones de jóvenes norteamericanos carecían de dinero, pero andaban en persecución del Rollo Perfecto. Y la triste verdad era que no todo el mundo podía ser extraordinario, ni todo el mundo podía estar en el rollo. Porque, entonces ¿dónde queda lo normal y corriente? ¿Quién desempeñará la desagradecida tarea de ser una persona relativamente enrollada?
- Lo que digo es que no entiendo qué puede ver una mujer en un tipo que es un mentiroso y un falso, sabiéndolo ella muy bien.
- Lo más probable es que, en general, no le guste la gente mentirosa y falsa -dijo Denise- Pero está enamorada de ese hombre, y con él hace una excepción.
- O sea, que es una especie de autoengaño.
- No, Gary, así es como funciona el amor.
- Bueno, supongo que siempre existe la posibilidad de que tenga suerte y acabe casándose con alguien de dinero instantáneo.
Este pinchazo de la inocencia liberal de Denise con una puntiaguda verdad económica dio la impresión de entristecerla.
- Ves una persona con hijos -dijo- y ves lo felices que se sienten de ser padres, y te atrae su felicidad. Lo imposible tiene su atractivo. La seguridad de las cosas sin salida, ¿comprendes?
Tres semanas sin sentir nada, ni siquiera la más leve pulsación en el ratón muerto que usaba para orinar, tres semanas pensando que ya no volvería a necesitarlo y que nunca volvería a desear a Caroline, y, de pronto, sin previo aviso, sentir que se mareaba de lujuria.
(Schopenhauer: Una parte nada desdeñable del tormento que supone la existencia consiste en la continua presión que el Tiempo ejerce sobre nosotros, yéndonos siempre en pos, sin permitirnos recuperar el aliento, como un domador con su látigo).
Las amígdalas segregan una mucosidad amoníaca cuando se les agolpan detrás las verdaderas lágrimas. A Chipper se le torció la boca para aquí y para allá. Vio bajo una nueva luz el plato que tenía delante.
Gary no percibía más de una palabra de cada tres que pronunciaba Jay. Tenía los nervios de punta, igual que, hacía ya tanto tiempo, en la tarde anterior a la quinta cita con Caroline, cuando ambos estaban ya dispuestos, por fin, a dejar de ser castos, y cada hora que faltaba era como uno de esos bloques de granito que el preso con la bola al tobillo tiene que desmenuzar...
Le costó muchísimo decir eso, pero obtuvo su recompensa. Sintió que se le acercaba el calor de Caroline, su resplandor, antes de que ella llegara a tocarlo. El sol en ascenso, el primer roce del pelo de ella en su cuello, cuando se inclinó hacia él, el suave impacto de los labios en su mejilla.
Le vino a la cabeza la idea -no muy pertinente, quizá, teniendo en cuenta el tierno acto conyugal en que estaba enfrascado; pero Gary Lambert era Gary Lambert, y siempre se le ocurrían cosas que no venían a cuento, y estaba harto de pedir perdón.
Para resultarle atractiva, Enid tenía que ser una carcasa inmóvil y sin sangre. Si era ella quien se arrojaba, poniendo un muslo sobre el de Alfred, él cruzaba los brazos y apartaba el rostro; si se le ocurría salir desnuda del cuarto de baño, él hurtaba la vista, como prescribía la Regla de Oro del hombre que odiaba ser visto. Sólo a primera hora de la mañana, cuando se despabilaba ante la contemplación de su pequeño hombro blanco, se decidía Alfred a abandonar su madriguera. La quietud y contención de Enid, los lentos sorbos de aire que respiraba, su condición de objeto vulnerable, lo hacían lanzarse. Y al sentir su almohadillada zarpa en las costillas y su aliento en el cuello al acecho de carne, ella se quedaba flácida, instintivamente resignada, como una presa en captura ("Acabemos de una vez con esta agonía"), aunque de hecho su pasividad fuese mero cálculo, porque sabía que su pasividad lo inflamaba. Alfred la poseía y, hasta cierto punto, Enid deseaba ser poseída como un animal: en una recíproca intimidad callada de violencia.
No era una vida maravillosa, pero una mujer puede vivir a base de estos engaños y a base del recuerdo de los años jóvenes (recuerdo que ahora, sorprendentemente, había adquirido una curiosa semejanza con los engaños), cuando Alfred existía solamente para ella y le miraba a los ojos. Lo importante era mantenerlo todo en lo tácito. Si el acto no se mencionaba nunca, tampoco habría razón para dejar de practicarlo.
Lo que se descubre sobre uno mismo cuando se educa a los hijos no siempre es agradable o atractivo.
Había llegado a una situación en que nada que le dijera su madre podía afectarle. Se sentía casi contento, todo cabeza, sin ninguna emoción.
(Schopenhauer: Si buscas una brújula que guíe tus pasos por la vida... Nada mejor que acostumbrarte a mirar el mundo como cárcel, como una especie de colonia penitenciaria).
(...)
(Schopenhauer: Entre los males de una colonia penitenciaria hay que incluir la compañía de quienes allí se encuentran).
- Nombre, adjetivo -dijo su madre- preposición, pronombre perfecto de subjuntivo pronombre me echaría todo esto al coleto de una sola vez adverbio temporal, preposición posesivo verbo artículo sustantivo.
Era curioso lo poco obligado que se sentía a comprender las palabras a él dirigidas. Era curioso su sentido de la libertad incluso ante la mínima tarea de descifrar el lenguaje hablado.
Ya a la edad de siete años intuía Chipper que aquel sentimiento de futilidad iba a ser una constante en su vida. Una espera aburrida y, luego, una promesa sin cumplir, y, darse cuenta, con terror, de lo tarde que era.
Esa futilidad tenía, por así decirlo, su sabor.
El sabor del daño hecho a uno mismo, durante un fin de tarde arruinado por el desprecio, acarrea también extrañas satisfacciones. Los demás dejan de ser lo suficientemente reales como para llevar la culpa de cómo se siente uno. Sólo uno mismo, con la propia negativa, queda en pie. Y, como ocurre con la autoconmiseración, o con la sangre que nos llena la boca cuando acaban de arrancarnos una muela -los jugos férricos, salados, que nos tragamos, no sin antes detenernos a saborearlos-, el rechazo tiene un sabor cuyo punto de agrado no resulta difícil de adquirir.
Era interesante que le hubieran entrado tantas ansias de estar a solas, que se lo hubiese dejado tan odiosamente claro a todas las personas de su entorno; y que ahora, cuando por fin estaba encerrado en su rincón, tuviese tantas ganas de que alguien acudiera a molestarlo. Quería que ese alguien viera hasta qué punto le dolía. Él la trataba con frialdad pero no era justo que ella le correspondiese con la misma frialdad; no era justo que se pusiese a jugar al ping-pong, tan contenta, ni que anduviese trasteando por las cercanías de su puerta sin llamar para preguntarle cómo estaba.
La ignorancia selectiva era una gran herramienta de supervivencia, quizá la mayor de todas.
La sospecha de que todo era relativo. De que lo "real" y lo "auténtico" no sólo estuvieran sencillamente condenados, sino que también fueran ficticios, para empezar. De que su sentimiento de justicia, de paladín único de lo real, no pasara de eso: sentimiento. Ésas eran las sospechas que le tendían emboscadas en los cuartos de motel. Esos eran los profundos terrores que se ocultaban debajo de las ligeras camas. Y si el mundo se negaba a encajar con su versión de la realidad, entonces era necesariamente un mundo indiferente, un mundo amargo y asqueroso, una colonia penitenciaria, y Alfred estaba condenado a vivir en él la más violenta soledad.
Agachó la cabeza ante la idea de la mucha fuerza que necesitaba un hombre para vivir toda una vida de tamaña soledad.
Ya conocía las hambres principales. Día tras día, la madre andaba por ahí en un guiso de deseo y culpa, y ahora el objeto de deseo de la madre yacía a cinco palmos de ella. Todo en la madre se hallaba en disposición de derretirse y cerrarse ante el más leve toque de amor en cualquier parte de su cuerpo.
Había mucha respiración en funcionamiento. Mucha respiración y ningún contacto.
De modo que allí estaba, en la cama, como un hada, junto al espejismo inerte de una celebración. Habría bastado con un dedo en cualquier parte.
Ella no. Ella incluso había llegado a tener reputación de arriesgarse, de vez en cuando, si la ocasión lo requería; y ahora se arriesgó. Se dio la vuelta en la cama y le acarició un brazo con aquellos pechos que cierto vecino tanto admiraba. Descansó la mejilla en su caja torácica. Tuvo la clara sensación de que él sólo estaba esperando a que lo dejase en paz...
Comer y follar, amigo -(...)- a eso se reduce todo. Todo lo demás, y lo digo tan modestamente como corresponde, es pura mierda.
- Pero por Dios.
Porfió en su empeño durante cinco minutos, y luego otros cinco. Sencillamente dicho: no era capaz de quitar la protección.
- Pero por Dios.
Sonrió ante su propia incapacidad. Sonrió de frustración, y también porque tenía la abrumadora sensación de que alguien lo estaba vigilando.
- Pero por Dios.
Era una frase que solía resultar útil para disipar la vergüenza ante los fracasos de menor consideración.
Dulces noches de duda entre las noches de desolada certidumbre.
Ella volvió a fijar la vista en el libro. Notaba la mirada de él, llena de intención, recorriéndole el cuerpo. El viento era cálido, pero no tanto como para justificar el calor que sentía en la cara por el lado de él.
- ¿Por qué, por qué haces todo esto?
- Porque me viene en gana -croó la mierda- Es lo que soy. ¿Pretendes que renuncie a mi gusto en favor de otros gustos? (...) Ésa es tu especialidad, amigo. Lo has hecho todo con las patas de patrás. Y mira adónde te ha llevado la cosa.
- Los demás deberían tener más consideración.
- Tú deberías tener menos. Yo, personalmente estoy en contra de toda astringencia. Si lo tienes dentro, suéltalo. si lo quieres, consíguelo. Hay que poner por delante los propios intereses.
- La civilización depende de la contención - dijo Alfred.
- ¿La civilización? La tenéis muy supervalorada a la civilización. A ver, ¿ha hecho algo por mí, alguna vez, la civilización?
- Y de pronto me harté de ese modo de ver las cosas. Mañana puedo estar muerta, me dije, pero ahora estoy viva, y puedo vivir intencionadamente. He pagado el precio, he hecho lo que me tocaba hacer y no tengo de qué avergonzarme.
Y ¿no es extraño que el gran acontecimiento, el cambio radical en tu vida, consista en una especie de revelación interior? No se produce absolutamente ningún otro cambio, salvo que empiezas a ver las cosas de otro modo y tienes menos miedo y estás menos angustiada y te sientes más fuerte, como consecuencia. ¿No es muy sorprendente que una cosa completamente invisible, mental, se perciba con más realidad que cualquier otra cosa que hayas experimentado antes? No es sólo que lo veas todo con más claridad, es que sabes que lo estás viendo con más claridad. Y se te ocurre que ése es el verdadero significado del amor a la vida, que a eso se refiere la gente cuando habla en serio de Dios. A momentos así.
- ¿Le importa ponerme otro? - le dijo Enid al enano, alzando el vaso.
¿Quién eres tú para llamarme mierda, gilipollas? Tengo los mismos derechos que todo el mundo. ¿O no? Tengo derecho a la vida, a la libertad y a la follúsqueda de la follicidad (...)
Los estrechos de culo como tú lleváis corrigiendo cada puta palabra que me sale de la boca desde que era pequeñita. Tú y todos esos profesores fascistas estreñidos...
- Y, encima, Ted tiene razón, él piensa que nuestra cultura otorga demasiada importancia a los sentimientos, dice que hemos perdido el control, que no son los ordenadores los que están convirtiéndolo todo en virtual, que es la salud mental. Todos andamos empeñados en corregir nuestras ideas y en mejorar nuestros sentimientos y en trabajarnos las relaciones y la capacidad para educar a los hijos, en vez de hacer como se ha hecho toda la vida, es decir, casarnos y tener hijos y ya está. Eso dice Ted. Nos estamos dando con la cabeza en el último techo de la abstracción, porque nos sobran el tiempo y el dinero, dice, y se niega a tomar parte en ello.
- Notará una gran capacidad de resistencia emotiva -dijo Hibbard-. Se sentirá más flexible, más confiada, más contenta consigo misma. Le desaparecerán la angustia y el exceso de sensibilidad, así como la mórbida preocupación por la opinión de los demás. Cualquier cosa de la que ahora se avergüence...
No era guapo (...) Pero Denise captaba en su expresión una vivacidad, una brillantez, una tristeza animal...
Sobrellevó las comunicaciones telefónicas con Ed Sterling, paranoicas y unidireccionales y sus aplazamientos en el último segundo y sus distracciones crónicas y sus aburridas ansiedades por posible falta de cumplimiento.
No se le notó nada en la voz, pero a Denise le temblaban las rodillas, camino del cuarto de baño. Se encerró en uno de los excusados y se sentó y se puso a darle vueltas a la cabeza (...) Sus lucubraciones carecían de contenido. Los ojos, sencillamente, se le posaban en algo, el pestillo cromado de la puerta o un trocito de papel higiénico en el suelo, y antes de darse cuenta se había tirado cinco minutos mirando ese algo, sin pensar en nada. Nada. Nada.
- Créame que la comprendo muy bien, Edwina. Todos nos apegamos de un modo irracional a unas determinadas coordenadas químicas de nuestro carácter y temperamento. Es una variante del miedo a la muerte, ¿cierto? Ignoro cómo sería dejar de ser el que ahora soy. Pero ¿sabe qué? Si "yo" ya no está ahí para notar la diferencia, a "yo" qué más le da. Estar muerto es problema si uno sabe que está muerto, lo cual es imposible, precisamente por estar muerto.
Qué extraño vislumbrar el infinito precisamente en aquella curva finita, lo eterno precisamente en lo estacional.
Con el corazón batiéndole en las sienes, Enid regresó a la zona de proa de la cubierta B. Tras la pesadilla de los días y noches precedentes, de nuevo tenía algo concreto que esperar; y qué tierno, el optimismo de quien lleva una droga recién conseguida y de ella espera que le cambie la cabeza; y qué universal, el ansia de eludir los condicionamientos del yo. Ningún ejercicio más agotador que el de llevarse la mano a la boca, ningún acto más violento que el de tragar, ningún sentimiento religioso, ninguna fe en nada más místico que la relación causa y efecto, eran necesarios para experimentar los beneficios de una transformación por medio de una píldora. Estaba deseando tomársela.
Le habría gustado tener ganas de quedar con alguien, pero los chicos a quienes respetaba, como Peter Hicks, no le inspiraban nada romántico, y los demás estaban sacados del mismo molde que Kenny Kraikmayer, que pensaba matricularse en la Academia Naval y estudiar ciencia nuclear, pero se consideraba a la última y coleccionaba "vinilos" (así los llamaba él) de Cream y Jimi Hendrix con una pasión que, seguramente, Dios le había dado para impulsarlo a proyectar submarinos. A Denise le preocupaba un poco su grado de rechazo. No lograba comprender por qué era tan mala. No le hacía nada feliz el hecho de ser tan mala. Tenía que haber algún fallo en su modo de verse a sí misma y de ver a los demás.
Pero cada vez que su madre le decía eso mismo, no le quedaba más remedio que fulminarla.
Tenía toda la pinta de ser lo que era: un antiguo jugador de lacrosse de Haverford y, en lo esencial, un hombre como Dios manda, a quien nada malo le había ocurrido nunca y a quien, por consiguiente, más valía no decepcionar.
Tras lo cual, su desterrado sentido de la culpabilidad salió volando de la cueva, sobre vengadoras alas, profiriendo gritos, porque Emile seguía tan devoto de ella como siempre, fiel a su inmutable personalidad.
Así como la voz o el pelo o la cadera curva de alguien a quien amamos nos impulsan a dejarlo todo y dedicarnos al fornicio.
Ella echó un vistazo a hurtadillas y pudo ver que su dotación era la pertinente en un hombre que lo tenía todo. Le vino la idea de que no iba a poder olvidar aquella polla así como así. La vería al cerrar los ojos, en los momentos más inoportunos, en las situaciones más inverosímiles. (...) Se cumplieron sus temores, en efecto, y en su imaginación siguió presente aquella polla.
- No, tienes razón -dijo Brian, confiando en su criterio- Me siento muy mal. Nunca había hecho una cosa así.
- Yo sí -dijo Denise, no fuera él a achacarlo todo a la mera timidez -. Más de una vez. Y no quiero seguir haciéndolo.
- No, desde luego que no. Tienes razón.
- Si no estuvieras casado... Si no trabajara para ti...
- Mira, lo acepto. Voy al cuarto de baño. Lo acepto.
- Gracias.
Pensamiento de Denise parcial: "¿Qué me ocurre?". Otro fragmento: "Por una vez en mi vida, estoy haciendo lo debido".
Cada vez se alegraba más de no haber permitido que se la metiera. Brian tenía todas las ventajas que ella tenía, y aún unas cuantas más, suyas propias. Era hombre, era rico, había nacido con su lugar en la sociedad; no le estorbaban las rarezas Lambert de Denise, ni sus rotundas opiniones; era un amateur sin nada que perder, aparte del dinero, aparte del dinero que le sobraba; y para tener éxito lo único que necesitaba era tener una buena idea y alguien (ella) que le hiciera el trabajo duro. !Qué suerte había tenido, en la habitación de hotel, al identificarlo como un adversario! Dos minutos más, y Denise habría desaparecido. Se habría trocado en una faceta más de la estupenda vida de él, su belleza se habría quedado en mera demostración de lo irresistible que era él. Su talento habría redundado en esplendor del restaurante de Brian. ¡Qué suerte, pero qué suerte había tenido!
Al mismo tiempo, otra parte de ella ardía en deseo. Nunca había percibido con tanta objetividad hasta qué punto el sexo podía convertirse en enfermedad, en un conjunto de síntomas físicos, porque nunca había estado tan enferma como Robin la ponía.
Al acostarse en la cama de matrimonio, que estaba sin hacer, recordó el olor y la quietud de las tardes veraniegas de St Jude, cuando la dejaban sola en casa y, durante un par de horas, podía ser tan rara como le viniera en gana.
Un beso, una mano en la rodilla, le despertaban el cuerpo a la noción de sí mismo. Se sintió animada, habitada, acelerada, a tope.
...se preguntó si no habría sido demasiado cruel con la muchacha. Seguramente sí. Pero se hallaba bajo estrés, y le parecía que una persona que se halla bajo estrés tiene todo el derecho del mundo a ser muy estricto en la demarcación de fronteras: muy estricto en la demarcación moral, muy estricto en lo que hace o no hace, muy estricto en cómo es y en cómo no es, muy estricto en la elección de sus interlocutores.
Daba la impresión de que también su hermana estuviera enganchada a alguna droga, no precisamente la nicotina. Estaba enormemente feliz, o enormemente infeliz, o una peligrosa combinación de ambas posibilidades.
La voz de Robin al teléfono había pasado a significar "lengua". Apenas le escuchaba una o dos palabras, Denise desconectaba. La lengua y los labios de Robin seguían emitiendo las instrucciones requeridas por las exigencias de cada día, pero al oído de Denise ya estaban expresándose en el lenguaje de arriba y abajo y círculos y círculos que su cuerpo comprendía intuitivamente y de modo autonómico obedecía; a veces se derretía de tal modo ante el sonido de aquella voz, que se le ahuecaba el estómago y tenía que doblar el cuerpo hacia delante: durante la hora siguiente, no había en el mundo más que lengua -ni inventarios, ni faisanes a la mantequilla, ni suministradores sin pagar; salía de El Generador en un estado hipnótico, zumbándole los oídos, sin reflejos, con el volumen del mundanal ruido reducido a casi cero, y menos mal que los restantes conductores sí que cumplían las normas de tráfico elementales. Su coche era como una lengua que se deslizaba por calles de asfalto derritiéndose, sus pies como lenguas gemelas que lamían la acera, la puerta principal de Panama Street era como una boca que la devoraba entera, la alfombra persa del recibidor, camino del dormitorio, era una lengua que le hacía señas, la cama, con su capa de colcha y almohadas era una blanda lengua que solicitaba opresión. Y así.
Chip estaba tan ocupado sintiéndose incomprendido, que jamás había llegado a darse cuenta de lo mal que comprendía él a su padre.
El odio a Robin, el odio y los celos, le ocupaban la cabeza como una migraña. Fue al cuarto de baño del dormitorio y encontró otros dos envases y una goma arrugada (...)
Literalmente, se dio de puñetazos en las sienes. Oía el ruido de su propio aliento mientras bajaba corriendo las escaleras y salía a la calle vespertina. La temperatura andaba por los treinta y tantos grados y ella estaba temblando. Qué raro todo (...) Robin se presentó a la mañana siguiente en la cocina, sin avisar (...) A Denise se le revolvió el estómago cuando la vio.
La especie humana dominaba la Tierra y aprovechaba este dominio para exterminar otras especies y calentar la atmósfera y, en general, estropearlo todo, modificándolo a semejanza del hombre; pero también pagaba su precio por tales privilegios: que el cuerpo animal de su especie, finito y concreto, contuviera un cerebro capaz de concebir lo infinito, y ansioso de serlo.
Sonó el teléfono y Denise lo dejó sonar. Se le estaba resquebrajando la cabeza, a punto de partirse en dos. No soportaba oír el nombre de Brian pronunciado por Robin
Robin levantó la cara hacia el cielo raso, con perlas de lágrimas ensartadas en las pestañas.
- No sé para qué he venido. No sé qué estoy diciendo. Me siento fatal y estoy increíblemente sola.
- Supéralo -dijo Denise- Como pienso hacer yo.
- ¿Cómo puedes portarte con tanta frialdad?
- Porque soy fría.
- Si me hubieras llamado, si me hubieras dicho que me querías...
- ¡Supéralo! ¡Por el amor de Dios, supéralo, supéralo!
Sabía que se estaba contando una sarta de mentiras, pero no sabía, en su cabeza, qué cosas eran mentira y qué cosas verdad.
...y, de pronto -aguda, terriblemente- echó en falta sus ansias locas, sus excesos y sus accesos, su inocencia. Acababa de entrar en acción algún mecanismo, y la cabeza de Denise se había convertido en una pantalla pasiva en la cual se proyectaba una película con el resumen de todas las excelencias de la persona a quien había apartado de sí. Ahora le volvían a gustar hasta los más nimios hábitos y gestos y señas distintivas de Robin.
Desde pequeño, viene uno provisto de una voluntad de arreglar las cosas por sí mismo y de un respeto hacia los objetos físicos individuales, pero, al final, hay algo en la maquinaria interna (incluida la maquinaria mental, como esa voluntad y ese respeto) que se queda obsoleto, y, en consecuencia, por mucho que a uno le queden aún ciertas partes que siguen funcionando bien, no sería descabellado defender la opción de arrojar la máquina humana entera a la basura.
Lo cual era otro modo de decir que estaba cansado.
- Sí, ya me di cuenta. Pero nos dijimos cosas que no van a ser fáciles de retirar. Y, francamente, tampoco me interesa mucho retirarlas.
- Nunca se sabe -dijo Denise.
Tenía una escopeta de corredera en su estuche de lona, y una caja de cartuchos del veinte. Tenía una rara lucidez y estaba dispuesto a utilizarla mientras durase.
Denise todavía estaba hasta las cejas de alcohol y además acababa de completar el retrato de tía rara y caos moral a que su vida venía orientándose desde siempre, al parecer. No obstante, en la parte de abajo del embotamiento aún perduraba un repiqueteo de celebridad, procedente de la noche anterior.
En Norteamérica los pocos ricos sojuzgaban a los muchos no ricos por medio de diversiones y cachivaches y productos farmacéuticos capaces de embotar la mente y matar el alma.
Se sentía de regreso en el mundo y no hallaba placer en ello. Una especie de luz clínica, una luz de sensatez y fatalidad.
- El principio de la navaja de Occam -dio en un tono sentencioso, muy adecuado para un cóctel- nos aconseja que entre dos posibles explicaciones de un fenómeno siempre optemos por la más sencilla.
- Bueno, eso es lo que a ti te parece- dijo Enid.
- Lo que a mí me parece -dijo él- es que Chip puede no haberte llamado por algún complicadísimo motivo del que nada sabemos. Pero también puede haber sido por algo muy sencillo y que todos conocemos bien, es decir: su increíble carencia de sentido de la responsabilidad.
... que "sobrevive" a base de estar a la expectativa de cosas.
- Mientras tanto, papá y mamá vivirán en mi casa. (Afortunadamente, mi vida es una ruina, de modo que no me resulta tan difícil ponerme a su servicio).
Denise aún no era capaz de decir no a la droga Robin. Seguía deseando las manos de Robin por su cuerpo y para su cuerpo y en su cuerpo, en una especie de smörgasbord o buffet libre en que no faltara una sola preposición.
Lo profundo de un sueño y el modo de despertarse habían colocado a Denise en situación de desfase con la realidad exterior: el panorama del pasillo y el panorama de las ventanas del pasillo arrojaban leves sombras de antimateria; los ruidos eran, al mismo tiempo, demasiado altos y apenas audibles. (...) Denise cerró los ojos, pero con ello no hizo sino contribuir al empeoramiento de su desincronización de fase: los volvió a abrir.
No le entraba en la cabeza lo que acababa de ocurrirle. Se sentía como un fragmento de papel en el que alguna vez hubo algo coherente escrito, pero que lo han echado a lavar. Se sintió sin tersura, pasado por la lejía, desgastado por las dobleces. Tuvo un casi sueño en el que vio ojos separados del cuerpo y bocas aisladas tras los pasamontañas. Había perdido la pista de lo que deseaba, y una persona es eso, precisamente lo que desea, de modo que la conclusión estaba clara: también había perdido la pista de sí mismo.
El chorro de agua era fuerte y cálido. Sus impresiones eran frescas, de un modo que iba a recordar toda la vida, o a olvidar de inmediato. Había un límite para las impresiones que un cerebro podía absorber antes de quedarse sin capacidad para descifrarlas, para imponerles un orden y una forma coherentes.
El mundo era más frío y estaba más vacío de lo que Chip había imaginado nunca, las personas mayores ya no estaban allí.
Tenía el corazón lleno y los sentidos aguzados, pero la cabeza estaba a punto de estallarle en el vacío de su soledad.
- Hay muchas cosas que uno considera muy importantes -dijo Enid, con una sobriedad como recién adquirida-, y que luego no importan nada.
El alivio de no ser responsable. Cuanto menos supiera, mejor estaría. No saber nada en absoluto sería el paraíso.
Su timidez y su formalidad y sus tiránicos arranques de cólera le sirvieron para proteger su intimidad de un modo tan feroz, que, queriéndole como Denise le quería, uno se daba cuenta de que el mayor bien que podía hacérsele era respetar su intimidad. Alfred había hecho lo mismo, había demostrado tener fe en ella, aceptándola tal como ella misma se presentaba, sin tratar de averigüar nunca lo que se escondía tras la fachada (...)
La extraña verdad, en lo que a Alfred respectaba, era que el amor, para él, no consistía en acercarse, sino en mantenerse alejado.
Lo que hacía de las drogas una perpetua propuesta sexual era la oportunidad de ser otro.
- Te he pedido que no me hables de ello. Si no te comportas como una persona correcta y educada, no voy a tener más remedio...
- Tu corrección es una mierda. Y tu educación también. Para lo único que te sirven es para comportarte con debilidad. Y con miedo. ¡Todo mierda!
En la noche siguiente, él hizo una presentación de disculpas casi completa, sin llegar a ceder en el principal punto de litigio, pero declarando su pesar y su arrepentimiento por los daños colaterales a que había dado lugar, los sentimientos magullados, las interpretaciones malintencionadas y las dolorosas acusaciones, proporcionándole así a Caroline un anticipo del acceso de ternura que le esperaba sólo con que reconociese que, en lo tocante al principal punto en litigio, era él quien tenía razón.
Cada acercamiento fallido restaba posibilidades de éxito al acercamiento siguiente (...) Empezó a odiar a Caroline simplemente por el hecho de seguir enfrentándosele. Le resultaban odiosas las nuevas reservas de independencia que ella iba explotando para resistírsele. Y lo más especialmente odioso era que ella le odiase a él. Podría haber puesto fin a la crisis en un minuto si todo hubiera consistido solamente en perdonarla; pero percibía en su mirada la repulsión especular que sentía hacia él, y eso le volvía loco y le emponzoñaba la esperanza.
Lleva tres meses tomando unas píldoras que la dejan totalmente obtusa, y luego esa obtusidad se define a sí misma como buena salud mental. Igual que si la ceguera se definiese a sí misma como facultad de ver. "Ahora que estoy ciego, veo muy bien que no hay nada que ver".
Luego se mudó a Nueva York y entró en el largo proceso de ir acostándose con todos y cada uno de los chicos maravillosos, terminalmente incapaces de compromiso alguno, sádicos a ratos y carentes de honradez que moraban en el municipio de Manhattan.
...y parecía enamorado de ella (y el tipo era, a fin de cuentas, un embajador como Dios manda ante las Naciones Unidas (...)), y ella hizo lo posible por corresponderle en el mismo nivel de bondad. Fue todo lo Agradable que le resultó Humanamente Posible.
Diversas sustancias químicas que los compuestos moleculares llevaban reteniendo toda la tarde quedaron de pronto en libertad y anegaron los senderos neuronales de Gary. Un aluvión de reacciones desencadenadas por el Factor 6 le relajó los lacrimales y le envió una oleada de náuseas por el nervio neumogástrico abajo: la "sensación" de ir sobrellevando los días por el procedimiento de no prestar atención a las verdades soterradas que a cada momento iban haciéndose más irrefutables y decisivas. La verdad de su propia muerte. De que no por precipitarse a la tumba con un tesoro en las manos iba a lograr salvarse.
Dos horas vacías eran un criadero de infecciones.
Se negó a llorar. Estaba convencido de que si se oía llorar, a las dos de la madrugada, en una habitación de motel que apestaba a tabaco, sería el fin del mundo. Quizá no tuviera otra cosa, pero disciplina sí. Capacidad para decir que no: eso sí.
Estaba experimentando una escasez crítica de los Factores 1 y 3. Momentos antes había tenido la impresión de que a Caroline le faltaba poco para acusarle de estar "deprimido", y le asustaba la posibilidad de que ganase cotización la idea de que estaba deprimido, porque entonces perdería el derecho a opinar. Perdería el derecho a sus certezas morales; cada palabra que pronunciase se convertiría en síntoma de enfermedad; nunca volvería a imponerse en una discusión.
¡Cuánta misantropía y cuánta amargura! A Gary le habría encantado disfrutar siendo un hombre rico y acomodado, pero el país no se lo estaba poniendo nada fácil. A su alrededor, millones de norteamericanos con los millones recién acuñados se embarcaban en idéntica búsqueda de lo extraordinario: comprar la perfecta casa victoriana, bajar esquiando por una ladera virgen, tener trato personal con el chef, localizar una playa sin huellas de pisadas. Mientras, otras varias decenas de millones de jóvenes norteamericanos carecían de dinero, pero andaban en persecución del Rollo Perfecto. Y la triste verdad era que no todo el mundo podía ser extraordinario, ni todo el mundo podía estar en el rollo. Porque, entonces ¿dónde queda lo normal y corriente? ¿Quién desempeñará la desagradecida tarea de ser una persona relativamente enrollada?
- Lo que digo es que no entiendo qué puede ver una mujer en un tipo que es un mentiroso y un falso, sabiéndolo ella muy bien.
- Lo más probable es que, en general, no le guste la gente mentirosa y falsa -dijo Denise- Pero está enamorada de ese hombre, y con él hace una excepción.
- O sea, que es una especie de autoengaño.
- No, Gary, así es como funciona el amor.
- Bueno, supongo que siempre existe la posibilidad de que tenga suerte y acabe casándose con alguien de dinero instantáneo.
Este pinchazo de la inocencia liberal de Denise con una puntiaguda verdad económica dio la impresión de entristecerla.
- Ves una persona con hijos -dijo- y ves lo felices que se sienten de ser padres, y te atrae su felicidad. Lo imposible tiene su atractivo. La seguridad de las cosas sin salida, ¿comprendes?
Tres semanas sin sentir nada, ni siquiera la más leve pulsación en el ratón muerto que usaba para orinar, tres semanas pensando que ya no volvería a necesitarlo y que nunca volvería a desear a Caroline, y, de pronto, sin previo aviso, sentir que se mareaba de lujuria.
(Schopenhauer: Una parte nada desdeñable del tormento que supone la existencia consiste en la continua presión que el Tiempo ejerce sobre nosotros, yéndonos siempre en pos, sin permitirnos recuperar el aliento, como un domador con su látigo).
Las amígdalas segregan una mucosidad amoníaca cuando se les agolpan detrás las verdaderas lágrimas. A Chipper se le torció la boca para aquí y para allá. Vio bajo una nueva luz el plato que tenía delante.
Gary no percibía más de una palabra de cada tres que pronunciaba Jay. Tenía los nervios de punta, igual que, hacía ya tanto tiempo, en la tarde anterior a la quinta cita con Caroline, cuando ambos estaban ya dispuestos, por fin, a dejar de ser castos, y cada hora que faltaba era como uno de esos bloques de granito que el preso con la bola al tobillo tiene que desmenuzar...
Le costó muchísimo decir eso, pero obtuvo su recompensa. Sintió que se le acercaba el calor de Caroline, su resplandor, antes de que ella llegara a tocarlo. El sol en ascenso, el primer roce del pelo de ella en su cuello, cuando se inclinó hacia él, el suave impacto de los labios en su mejilla.
Le vino a la cabeza la idea -no muy pertinente, quizá, teniendo en cuenta el tierno acto conyugal en que estaba enfrascado; pero Gary Lambert era Gary Lambert, y siempre se le ocurrían cosas que no venían a cuento, y estaba harto de pedir perdón.
Para resultarle atractiva, Enid tenía que ser una carcasa inmóvil y sin sangre. Si era ella quien se arrojaba, poniendo un muslo sobre el de Alfred, él cruzaba los brazos y apartaba el rostro; si se le ocurría salir desnuda del cuarto de baño, él hurtaba la vista, como prescribía la Regla de Oro del hombre que odiaba ser visto. Sólo a primera hora de la mañana, cuando se despabilaba ante la contemplación de su pequeño hombro blanco, se decidía Alfred a abandonar su madriguera. La quietud y contención de Enid, los lentos sorbos de aire que respiraba, su condición de objeto vulnerable, lo hacían lanzarse. Y al sentir su almohadillada zarpa en las costillas y su aliento en el cuello al acecho de carne, ella se quedaba flácida, instintivamente resignada, como una presa en captura ("Acabemos de una vez con esta agonía"), aunque de hecho su pasividad fuese mero cálculo, porque sabía que su pasividad lo inflamaba. Alfred la poseía y, hasta cierto punto, Enid deseaba ser poseída como un animal: en una recíproca intimidad callada de violencia.
No era una vida maravillosa, pero una mujer puede vivir a base de estos engaños y a base del recuerdo de los años jóvenes (recuerdo que ahora, sorprendentemente, había adquirido una curiosa semejanza con los engaños), cuando Alfred existía solamente para ella y le miraba a los ojos. Lo importante era mantenerlo todo en lo tácito. Si el acto no se mencionaba nunca, tampoco habría razón para dejar de practicarlo.
Lo que se descubre sobre uno mismo cuando se educa a los hijos no siempre es agradable o atractivo.
Había llegado a una situación en que nada que le dijera su madre podía afectarle. Se sentía casi contento, todo cabeza, sin ninguna emoción.
(Schopenhauer: Si buscas una brújula que guíe tus pasos por la vida... Nada mejor que acostumbrarte a mirar el mundo como cárcel, como una especie de colonia penitenciaria).
(...)
(Schopenhauer: Entre los males de una colonia penitenciaria hay que incluir la compañía de quienes allí se encuentran).
- Nombre, adjetivo -dijo su madre- preposición, pronombre perfecto de subjuntivo pronombre me echaría todo esto al coleto de una sola vez adverbio temporal, preposición posesivo verbo artículo sustantivo.
Era curioso lo poco obligado que se sentía a comprender las palabras a él dirigidas. Era curioso su sentido de la libertad incluso ante la mínima tarea de descifrar el lenguaje hablado.
Ya a la edad de siete años intuía Chipper que aquel sentimiento de futilidad iba a ser una constante en su vida. Una espera aburrida y, luego, una promesa sin cumplir, y, darse cuenta, con terror, de lo tarde que era.
Esa futilidad tenía, por así decirlo, su sabor.
El sabor del daño hecho a uno mismo, durante un fin de tarde arruinado por el desprecio, acarrea también extrañas satisfacciones. Los demás dejan de ser lo suficientemente reales como para llevar la culpa de cómo se siente uno. Sólo uno mismo, con la propia negativa, queda en pie. Y, como ocurre con la autoconmiseración, o con la sangre que nos llena la boca cuando acaban de arrancarnos una muela -los jugos férricos, salados, que nos tragamos, no sin antes detenernos a saborearlos-, el rechazo tiene un sabor cuyo punto de agrado no resulta difícil de adquirir.
Era interesante que le hubieran entrado tantas ansias de estar a solas, que se lo hubiese dejado tan odiosamente claro a todas las personas de su entorno; y que ahora, cuando por fin estaba encerrado en su rincón, tuviese tantas ganas de que alguien acudiera a molestarlo. Quería que ese alguien viera hasta qué punto le dolía. Él la trataba con frialdad pero no era justo que ella le correspondiese con la misma frialdad; no era justo que se pusiese a jugar al ping-pong, tan contenta, ni que anduviese trasteando por las cercanías de su puerta sin llamar para preguntarle cómo estaba.
La ignorancia selectiva era una gran herramienta de supervivencia, quizá la mayor de todas.
La sospecha de que todo era relativo. De que lo "real" y lo "auténtico" no sólo estuvieran sencillamente condenados, sino que también fueran ficticios, para empezar. De que su sentimiento de justicia, de paladín único de lo real, no pasara de eso: sentimiento. Ésas eran las sospechas que le tendían emboscadas en los cuartos de motel. Esos eran los profundos terrores que se ocultaban debajo de las ligeras camas. Y si el mundo se negaba a encajar con su versión de la realidad, entonces era necesariamente un mundo indiferente, un mundo amargo y asqueroso, una colonia penitenciaria, y Alfred estaba condenado a vivir en él la más violenta soledad.
Agachó la cabeza ante la idea de la mucha fuerza que necesitaba un hombre para vivir toda una vida de tamaña soledad.
Ya conocía las hambres principales. Día tras día, la madre andaba por ahí en un guiso de deseo y culpa, y ahora el objeto de deseo de la madre yacía a cinco palmos de ella. Todo en la madre se hallaba en disposición de derretirse y cerrarse ante el más leve toque de amor en cualquier parte de su cuerpo.
Había mucha respiración en funcionamiento. Mucha respiración y ningún contacto.
De modo que allí estaba, en la cama, como un hada, junto al espejismo inerte de una celebración. Habría bastado con un dedo en cualquier parte.
Ella no. Ella incluso había llegado a tener reputación de arriesgarse, de vez en cuando, si la ocasión lo requería; y ahora se arriesgó. Se dio la vuelta en la cama y le acarició un brazo con aquellos pechos que cierto vecino tanto admiraba. Descansó la mejilla en su caja torácica. Tuvo la clara sensación de que él sólo estaba esperando a que lo dejase en paz...
Comer y follar, amigo -(...)- a eso se reduce todo. Todo lo demás, y lo digo tan modestamente como corresponde, es pura mierda.
- Pero por Dios.
Porfió en su empeño durante cinco minutos, y luego otros cinco. Sencillamente dicho: no era capaz de quitar la protección.
- Pero por Dios.
Sonrió ante su propia incapacidad. Sonrió de frustración, y también porque tenía la abrumadora sensación de que alguien lo estaba vigilando.
- Pero por Dios.
Era una frase que solía resultar útil para disipar la vergüenza ante los fracasos de menor consideración.
Dulces noches de duda entre las noches de desolada certidumbre.
Ella volvió a fijar la vista en el libro. Notaba la mirada de él, llena de intención, recorriéndole el cuerpo. El viento era cálido, pero no tanto como para justificar el calor que sentía en la cara por el lado de él.
- ¿Por qué, por qué haces todo esto?
- Porque me viene en gana -croó la mierda- Es lo que soy. ¿Pretendes que renuncie a mi gusto en favor de otros gustos? (...) Ésa es tu especialidad, amigo. Lo has hecho todo con las patas de patrás. Y mira adónde te ha llevado la cosa.
- Los demás deberían tener más consideración.
- Tú deberías tener menos. Yo, personalmente estoy en contra de toda astringencia. Si lo tienes dentro, suéltalo. si lo quieres, consíguelo. Hay que poner por delante los propios intereses.
- La civilización depende de la contención - dijo Alfred.
- ¿La civilización? La tenéis muy supervalorada a la civilización. A ver, ¿ha hecho algo por mí, alguna vez, la civilización?
- Y de pronto me harté de ese modo de ver las cosas. Mañana puedo estar muerta, me dije, pero ahora estoy viva, y puedo vivir intencionadamente. He pagado el precio, he hecho lo que me tocaba hacer y no tengo de qué avergonzarme.
Y ¿no es extraño que el gran acontecimiento, el cambio radical en tu vida, consista en una especie de revelación interior? No se produce absolutamente ningún otro cambio, salvo que empiezas a ver las cosas de otro modo y tienes menos miedo y estás menos angustiada y te sientes más fuerte, como consecuencia. ¿No es muy sorprendente que una cosa completamente invisible, mental, se perciba con más realidad que cualquier otra cosa que hayas experimentado antes? No es sólo que lo veas todo con más claridad, es que sabes que lo estás viendo con más claridad. Y se te ocurre que ése es el verdadero significado del amor a la vida, que a eso se refiere la gente cuando habla en serio de Dios. A momentos así.
- ¿Le importa ponerme otro? - le dijo Enid al enano, alzando el vaso.
¿Quién eres tú para llamarme mierda, gilipollas? Tengo los mismos derechos que todo el mundo. ¿O no? Tengo derecho a la vida, a la libertad y a la follúsqueda de la follicidad (...)
Los estrechos de culo como tú lleváis corrigiendo cada puta palabra que me sale de la boca desde que era pequeñita. Tú y todos esos profesores fascistas estreñidos...
- Y, encima, Ted tiene razón, él piensa que nuestra cultura otorga demasiada importancia a los sentimientos, dice que hemos perdido el control, que no son los ordenadores los que están convirtiéndolo todo en virtual, que es la salud mental. Todos andamos empeñados en corregir nuestras ideas y en mejorar nuestros sentimientos y en trabajarnos las relaciones y la capacidad para educar a los hijos, en vez de hacer como se ha hecho toda la vida, es decir, casarnos y tener hijos y ya está. Eso dice Ted. Nos estamos dando con la cabeza en el último techo de la abstracción, porque nos sobran el tiempo y el dinero, dice, y se niega a tomar parte en ello.
- Notará una gran capacidad de resistencia emotiva -dijo Hibbard-. Se sentirá más flexible, más confiada, más contenta consigo misma. Le desaparecerán la angustia y el exceso de sensibilidad, así como la mórbida preocupación por la opinión de los demás. Cualquier cosa de la que ahora se avergüence...
No era guapo (...) Pero Denise captaba en su expresión una vivacidad, una brillantez, una tristeza animal...
Sobrellevó las comunicaciones telefónicas con Ed Sterling, paranoicas y unidireccionales y sus aplazamientos en el último segundo y sus distracciones crónicas y sus aburridas ansiedades por posible falta de cumplimiento.
No se le notó nada en la voz, pero a Denise le temblaban las rodillas, camino del cuarto de baño. Se encerró en uno de los excusados y se sentó y se puso a darle vueltas a la cabeza (...) Sus lucubraciones carecían de contenido. Los ojos, sencillamente, se le posaban en algo, el pestillo cromado de la puerta o un trocito de papel higiénico en el suelo, y antes de darse cuenta se había tirado cinco minutos mirando ese algo, sin pensar en nada. Nada. Nada.
- Créame que la comprendo muy bien, Edwina. Todos nos apegamos de un modo irracional a unas determinadas coordenadas químicas de nuestro carácter y temperamento. Es una variante del miedo a la muerte, ¿cierto? Ignoro cómo sería dejar de ser el que ahora soy. Pero ¿sabe qué? Si "yo" ya no está ahí para notar la diferencia, a "yo" qué más le da. Estar muerto es problema si uno sabe que está muerto, lo cual es imposible, precisamente por estar muerto.
Qué extraño vislumbrar el infinito precisamente en aquella curva finita, lo eterno precisamente en lo estacional.
Con el corazón batiéndole en las sienes, Enid regresó a la zona de proa de la cubierta B. Tras la pesadilla de los días y noches precedentes, de nuevo tenía algo concreto que esperar; y qué tierno, el optimismo de quien lleva una droga recién conseguida y de ella espera que le cambie la cabeza; y qué universal, el ansia de eludir los condicionamientos del yo. Ningún ejercicio más agotador que el de llevarse la mano a la boca, ningún acto más violento que el de tragar, ningún sentimiento religioso, ninguna fe en nada más místico que la relación causa y efecto, eran necesarios para experimentar los beneficios de una transformación por medio de una píldora. Estaba deseando tomársela.
Le habría gustado tener ganas de quedar con alguien, pero los chicos a quienes respetaba, como Peter Hicks, no le inspiraban nada romántico, y los demás estaban sacados del mismo molde que Kenny Kraikmayer, que pensaba matricularse en la Academia Naval y estudiar ciencia nuclear, pero se consideraba a la última y coleccionaba "vinilos" (así los llamaba él) de Cream y Jimi Hendrix con una pasión que, seguramente, Dios le había dado para impulsarlo a proyectar submarinos. A Denise le preocupaba un poco su grado de rechazo. No lograba comprender por qué era tan mala. No le hacía nada feliz el hecho de ser tan mala. Tenía que haber algún fallo en su modo de verse a sí misma y de ver a los demás.
Pero cada vez que su madre le decía eso mismo, no le quedaba más remedio que fulminarla.
Tenía toda la pinta de ser lo que era: un antiguo jugador de lacrosse de Haverford y, en lo esencial, un hombre como Dios manda, a quien nada malo le había ocurrido nunca y a quien, por consiguiente, más valía no decepcionar.
Tras lo cual, su desterrado sentido de la culpabilidad salió volando de la cueva, sobre vengadoras alas, profiriendo gritos, porque Emile seguía tan devoto de ella como siempre, fiel a su inmutable personalidad.
Así como la voz o el pelo o la cadera curva de alguien a quien amamos nos impulsan a dejarlo todo y dedicarnos al fornicio.
Ella echó un vistazo a hurtadillas y pudo ver que su dotación era la pertinente en un hombre que lo tenía todo. Le vino la idea de que no iba a poder olvidar aquella polla así como así. La vería al cerrar los ojos, en los momentos más inoportunos, en las situaciones más inverosímiles. (...) Se cumplieron sus temores, en efecto, y en su imaginación siguió presente aquella polla.
- No, tienes razón -dijo Brian, confiando en su criterio- Me siento muy mal. Nunca había hecho una cosa así.
- Yo sí -dijo Denise, no fuera él a achacarlo todo a la mera timidez -. Más de una vez. Y no quiero seguir haciéndolo.
- No, desde luego que no. Tienes razón.
- Si no estuvieras casado... Si no trabajara para ti...
- Mira, lo acepto. Voy al cuarto de baño. Lo acepto.
- Gracias.
Pensamiento de Denise parcial: "¿Qué me ocurre?". Otro fragmento: "Por una vez en mi vida, estoy haciendo lo debido".
Cada vez se alegraba más de no haber permitido que se la metiera. Brian tenía todas las ventajas que ella tenía, y aún unas cuantas más, suyas propias. Era hombre, era rico, había nacido con su lugar en la sociedad; no le estorbaban las rarezas Lambert de Denise, ni sus rotundas opiniones; era un amateur sin nada que perder, aparte del dinero, aparte del dinero que le sobraba; y para tener éxito lo único que necesitaba era tener una buena idea y alguien (ella) que le hiciera el trabajo duro. !Qué suerte había tenido, en la habitación de hotel, al identificarlo como un adversario! Dos minutos más, y Denise habría desaparecido. Se habría trocado en una faceta más de la estupenda vida de él, su belleza se habría quedado en mera demostración de lo irresistible que era él. Su talento habría redundado en esplendor del restaurante de Brian. ¡Qué suerte, pero qué suerte había tenido!
Al mismo tiempo, otra parte de ella ardía en deseo. Nunca había percibido con tanta objetividad hasta qué punto el sexo podía convertirse en enfermedad, en un conjunto de síntomas físicos, porque nunca había estado tan enferma como Robin la ponía.
Al acostarse en la cama de matrimonio, que estaba sin hacer, recordó el olor y la quietud de las tardes veraniegas de St Jude, cuando la dejaban sola en casa y, durante un par de horas, podía ser tan rara como le viniera en gana.
Un beso, una mano en la rodilla, le despertaban el cuerpo a la noción de sí mismo. Se sintió animada, habitada, acelerada, a tope.
...se preguntó si no habría sido demasiado cruel con la muchacha. Seguramente sí. Pero se hallaba bajo estrés, y le parecía que una persona que se halla bajo estrés tiene todo el derecho del mundo a ser muy estricto en la demarcación de fronteras: muy estricto en la demarcación moral, muy estricto en lo que hace o no hace, muy estricto en cómo es y en cómo no es, muy estricto en la elección de sus interlocutores.
Daba la impresión de que también su hermana estuviera enganchada a alguna droga, no precisamente la nicotina. Estaba enormemente feliz, o enormemente infeliz, o una peligrosa combinación de ambas posibilidades.
La voz de Robin al teléfono había pasado a significar "lengua". Apenas le escuchaba una o dos palabras, Denise desconectaba. La lengua y los labios de Robin seguían emitiendo las instrucciones requeridas por las exigencias de cada día, pero al oído de Denise ya estaban expresándose en el lenguaje de arriba y abajo y círculos y círculos que su cuerpo comprendía intuitivamente y de modo autonómico obedecía; a veces se derretía de tal modo ante el sonido de aquella voz, que se le ahuecaba el estómago y tenía que doblar el cuerpo hacia delante: durante la hora siguiente, no había en el mundo más que lengua -ni inventarios, ni faisanes a la mantequilla, ni suministradores sin pagar; salía de El Generador en un estado hipnótico, zumbándole los oídos, sin reflejos, con el volumen del mundanal ruido reducido a casi cero, y menos mal que los restantes conductores sí que cumplían las normas de tráfico elementales. Su coche era como una lengua que se deslizaba por calles de asfalto derritiéndose, sus pies como lenguas gemelas que lamían la acera, la puerta principal de Panama Street era como una boca que la devoraba entera, la alfombra persa del recibidor, camino del dormitorio, era una lengua que le hacía señas, la cama, con su capa de colcha y almohadas era una blanda lengua que solicitaba opresión. Y así.
Chip estaba tan ocupado sintiéndose incomprendido, que jamás había llegado a darse cuenta de lo mal que comprendía él a su padre.
El odio a Robin, el odio y los celos, le ocupaban la cabeza como una migraña. Fue al cuarto de baño del dormitorio y encontró otros dos envases y una goma arrugada (...)
Literalmente, se dio de puñetazos en las sienes. Oía el ruido de su propio aliento mientras bajaba corriendo las escaleras y salía a la calle vespertina. La temperatura andaba por los treinta y tantos grados y ella estaba temblando. Qué raro todo (...) Robin se presentó a la mañana siguiente en la cocina, sin avisar (...) A Denise se le revolvió el estómago cuando la vio.
La especie humana dominaba la Tierra y aprovechaba este dominio para exterminar otras especies y calentar la atmósfera y, en general, estropearlo todo, modificándolo a semejanza del hombre; pero también pagaba su precio por tales privilegios: que el cuerpo animal de su especie, finito y concreto, contuviera un cerebro capaz de concebir lo infinito, y ansioso de serlo.
Sonó el teléfono y Denise lo dejó sonar. Se le estaba resquebrajando la cabeza, a punto de partirse en dos. No soportaba oír el nombre de Brian pronunciado por Robin
Robin levantó la cara hacia el cielo raso, con perlas de lágrimas ensartadas en las pestañas.
- No sé para qué he venido. No sé qué estoy diciendo. Me siento fatal y estoy increíblemente sola.
- Supéralo -dijo Denise- Como pienso hacer yo.
- ¿Cómo puedes portarte con tanta frialdad?
- Porque soy fría.
- Si me hubieras llamado, si me hubieras dicho que me querías...
- ¡Supéralo! ¡Por el amor de Dios, supéralo, supéralo!
Sabía que se estaba contando una sarta de mentiras, pero no sabía, en su cabeza, qué cosas eran mentira y qué cosas verdad.
...y, de pronto -aguda, terriblemente- echó en falta sus ansias locas, sus excesos y sus accesos, su inocencia. Acababa de entrar en acción algún mecanismo, y la cabeza de Denise se había convertido en una pantalla pasiva en la cual se proyectaba una película con el resumen de todas las excelencias de la persona a quien había apartado de sí. Ahora le volvían a gustar hasta los más nimios hábitos y gestos y señas distintivas de Robin.
Desde pequeño, viene uno provisto de una voluntad de arreglar las cosas por sí mismo y de un respeto hacia los objetos físicos individuales, pero, al final, hay algo en la maquinaria interna (incluida la maquinaria mental, como esa voluntad y ese respeto) que se queda obsoleto, y, en consecuencia, por mucho que a uno le queden aún ciertas partes que siguen funcionando bien, no sería descabellado defender la opción de arrojar la máquina humana entera a la basura.
Lo cual era otro modo de decir que estaba cansado.
- Sí, ya me di cuenta. Pero nos dijimos cosas que no van a ser fáciles de retirar. Y, francamente, tampoco me interesa mucho retirarlas.
- Nunca se sabe -dijo Denise.
Tenía una escopeta de corredera en su estuche de lona, y una caja de cartuchos del veinte. Tenía una rara lucidez y estaba dispuesto a utilizarla mientras durase.
Denise todavía estaba hasta las cejas de alcohol y además acababa de completar el retrato de tía rara y caos moral a que su vida venía orientándose desde siempre, al parecer. No obstante, en la parte de abajo del embotamiento aún perduraba un repiqueteo de celebridad, procedente de la noche anterior.
En Norteamérica los pocos ricos sojuzgaban a los muchos no ricos por medio de diversiones y cachivaches y productos farmacéuticos capaces de embotar la mente y matar el alma.
Se sentía de regreso en el mundo y no hallaba placer en ello. Una especie de luz clínica, una luz de sensatez y fatalidad.
- El principio de la navaja de Occam -dio en un tono sentencioso, muy adecuado para un cóctel- nos aconseja que entre dos posibles explicaciones de un fenómeno siempre optemos por la más sencilla.
- Bueno, eso es lo que a ti te parece- dijo Enid.
- Lo que a mí me parece -dijo él- es que Chip puede no haberte llamado por algún complicadísimo motivo del que nada sabemos. Pero también puede haber sido por algo muy sencillo y que todos conocemos bien, es decir: su increíble carencia de sentido de la responsabilidad.
... que "sobrevive" a base de estar a la expectativa de cosas.
- Mientras tanto, papá y mamá vivirán en mi casa. (Afortunadamente, mi vida es una ruina, de modo que no me resulta tan difícil ponerme a su servicio).
Denise aún no era capaz de decir no a la droga Robin. Seguía deseando las manos de Robin por su cuerpo y para su cuerpo y en su cuerpo, en una especie de smörgasbord o buffet libre en que no faltara una sola preposición.
Lo profundo de un sueño y el modo de despertarse habían colocado a Denise en situación de desfase con la realidad exterior: el panorama del pasillo y el panorama de las ventanas del pasillo arrojaban leves sombras de antimateria; los ruidos eran, al mismo tiempo, demasiado altos y apenas audibles. (...) Denise cerró los ojos, pero con ello no hizo sino contribuir al empeoramiento de su desincronización de fase: los volvió a abrir.
No le entraba en la cabeza lo que acababa de ocurrirle. Se sentía como un fragmento de papel en el que alguna vez hubo algo coherente escrito, pero que lo han echado a lavar. Se sintió sin tersura, pasado por la lejía, desgastado por las dobleces. Tuvo un casi sueño en el que vio ojos separados del cuerpo y bocas aisladas tras los pasamontañas. Había perdido la pista de lo que deseaba, y una persona es eso, precisamente lo que desea, de modo que la conclusión estaba clara: también había perdido la pista de sí mismo.
El chorro de agua era fuerte y cálido. Sus impresiones eran frescas, de un modo que iba a recordar toda la vida, o a olvidar de inmediato. Había un límite para las impresiones que un cerebro podía absorber antes de quedarse sin capacidad para descifrarlas, para imponerles un orden y una forma coherentes.
El mundo era más frío y estaba más vacío de lo que Chip había imaginado nunca, las personas mayores ya no estaban allí.
Tenía el corazón lleno y los sentidos aguzados, pero la cabeza estaba a punto de estallarle en el vacío de su soledad.
- Hay muchas cosas que uno considera muy importantes -dijo Enid, con una sobriedad como recién adquirida-, y que luego no importan nada.
El alivio de no ser responsable. Cuanto menos supiera, mejor estaría. No saber nada en absoluto sería el paraíso.
Su timidez y su formalidad y sus tiránicos arranques de cólera le sirvieron para proteger su intimidad de un modo tan feroz, que, queriéndole como Denise le quería, uno se daba cuenta de que el mayor bien que podía hacérsele era respetar su intimidad. Alfred había hecho lo mismo, había demostrado tener fe en ella, aceptándola tal como ella misma se presentaba, sin tratar de averigüar nunca lo que se escondía tras la fachada (...)
La extraña verdad, en lo que a Alfred respectaba, era que el amor, para él, no consistía en acercarse, sino en mantenerse alejado.