JULIO 2015
Lecturas
Manhattan Transfer. John Dos Passos
Fuera, el alba color limón inundaba las calles desiertas, goteando de las cornisas, de las barandillas de las escaleras de incendios, de los bordes de los cubos de basura, rompiendo los bloques de sombra entre los edificios. Los faroles estaban apagados. Desde una esquina miraron hacia Broadway, que parecía una calle estrecha y rojiza, como si el fuego la hubiera destripado.
Eso es vivir... Emborracharse, y armar la gorda los días de paga y ver el Extremo Oriente.
El crepúsculo redondea suavemente los duros ángulos de las calles. La oscuridad pesa sobre la humeante ciudad de asfalto, funde los marcos de las ventanas, los anuncios, las chimeneas, los depósitos de agua, los ventiladores, las escaleras de incendios, las molduras, los ornamentos, los festones, los ojos, las manos, las corbatas, en enormes bloques negros. Bajo la presión cada vez más fuerte de la noche, las ventanas escurren chorros de luz, los arcos voltaicos derraman leche brillante. la noche comprimen los sombríos bloques de casas hasta hacerles gotear luces rojas, amarillas, verdes, en las calles donde resuenan millones de pisadas. El asfalto rezuma luz. La luz chorrea de los letreros que hay en los tejados, gira vertiginosamente entre las ruedas, colorea toneladas de cielo.
Por una rendija, en la penumbra fría de su cuerpo, la cancioncilla goteaba, caliente como sangre...
- El matrimonio no es tan gran cosa que digamos, ¿eh?
- Usté lo ha dicho. Lo que le lleva a uno a él, bueno está, pero casarse es como despertar de una borrachera.
Se siente perdida, impotente, atrapada, como una mosca en la telaraña de sus frases pegajosas, dulzonas.
Ellen trataba de recordar exactamente cómo era Stan, su recia esbeltez de saltador de pértiga. No podía reconstruir su cara por completo; veía sus ojos, sus labios, una oreja.
Decía palabras, mientras otras palabras totalmente distintas se desgranaban en su pecho como las cuentas de un collar roto. Estaba sentada delante de un cuadro que representaba dos mujeres y dos hombres sentados a la mesa en un comedor decorado con molduras, bajo un temblequeante candelabro de cristal.
- Ellie, yo no sé por qué es siempre tan difícil hablar claro de cualquier cosa... Siempre tengo que emborracharme para hablar claro...
- Yo creo que no quiero a nadie mucho tiempo, exceptuando los muertos... Soy una criatura imposible. ¿Para qué hablar de ello?
Todas las cosas le hacían sentir la efervescencia de la risa contenida. Eran las once. No se había acostado. La vida estaba patas arriba. Él era una mosca que andaba por el techo de una ciudad al revés. Había abandonado su empleo. No tenía nada que hacer hoy, ni mañana, ni pasado, ni al otro día. Todo sube y baja, es cuestión de semanas, de meses. primavera rica en gluten.
Persecución de la felicidad, inevitable persecución... derecho a la vida, a la libertad y... Una noche negra sin luna. Jimmy Herf sube solo por South Street.(...) Cada vez que cierra los ojos la visión se apodera de él; cada vez que cesa de razonar en voz alta consigo mismo frases pomposas y razonables, la visión se apodera de él.(...) Una de estas dos inevitables soluciones: marcharse de aquí con una camisa blanda y sucia, o quedarse con el cuello duro y limpio. ¿Pero a qué pasarse la vida entera huyendo de la ciudad de la Destrucción? ¿Y vuestros derechos enajenables, Trece Estados? Su cerebro desenvuelve frases. Jimmy sigue andando tenazmente. Camina sin rumbo fijo sin saber adónde. Si al menos tuviera la fe en las palabras...
La primavera que frunce nuestros labios, la primavera que nos pone carne de gallina, que surge gigantesca del zumbar de las sirenas, se estrella con pavoroso estrépito contra el tráfico detenido, entre helados bloques de casas, que miran atentamente de puntillas.
La cara de mamá se inclina y le besa. Sus manos la agarran del vestido, pero ella se marcha dejándole solo en la oscuridad, dejando tras ella en la oscuridad una leve fragancia que le hace llorar. El pequeño Martin forcejea dentro de las barras de hierro de se cuna. Fuera las negrura y al otro lado de las paredes, fuera también, la horrible negrura de la personas mayores que alborota, vibra, trepa por las ventanas, mete los dedos por las rendijas de la puerta. Fuera, dominando el estruendo de las ruedas, llega un gemido desgarrador que le aprieta la garganta. Pirámides de negrura apiladas sobre él se desploman sobre su cabeza. Martin grita balbuceando entre sus gritos. Nounou se acerca a la cuna sobre un salvavidas de luz. "No te asustes..., no es nada". la cara negra le sonríe, sus manos negras le estiran las mantas. "Es una bomba de incendios que pasa... No te vas a asustar de una bomba de incendios".
Llegaba tarde; había dejado en casa el reloj. Los minutos le colgaban del cuello pesados como horas. Estaba sentada en el borde del asiento con los puños tan apretados que a través de los guantes sentía las uñas afiladas clavarse en las palmas de sus manos. Por fin el taxi arrancó bruscamente. Tufaradas de gasolina, zumbidos de motores. (...) En la esquina Ellen distinguió un reloj. Las ocho menos cuarto. La circulación se interrumpió de nuevo (...). Se recostó con los ojos cerrados, las sienes palpitantes. Todos sus nervios eran una madeja de finos alambres de acero que le cortaban la carne. ¡Qué importa!, se preguntaba. Esperará. No tengo prisa por verle. ¿Cuántas calles faltan?... Menos de veinte, dieciocho. Sin duda los números se inventaron para evitar que se volviera uno loco. La tabla de multiplicar cura los nervios mejor que Coué. probablemente eso fue lo que pensó Peter Stuyvesant, o el que numeró esta ciudad. Ella se sonreía a sí misma. El taxi había echado a andar otra vez.
Ellen permaneció largo rato mirándose al espejo y limpiándose la cara demasiado empolvada, mientras pensaba qué actitud tomar. Le daba cuerda a una muñeca imaginaria -ella misma- y la colocaba en diversas posturas. De ahí toda una serie de menudos gestos como en un escenario de juguete. Se separó del espejo con brusquedad, encogiendo sus hombros demasiado blancos, y se dirigió apresuradamente al comedor.
La espuma infinitesimal del cóctel le suavizaba la lengua y la garganta, y la invadía de un calor luminoso.
Durante la cena Ellen sintió un frío glacial infiltrarse en ella como novocaína. Había tomado una decisión. Era como si hubiera colocado su fotografía en su propio sitio, helada para siempre en la misma postura. La amargura, como una invisible cinta de seda, le apretaba el cuello, la estrangulaba. Al otro lado de los platos, de la lámpara de marfil rosa y de los pedazos de pan, él sacudía su cabeza sobre la pechera blanca. Sus mejillas enrojecían. (...) Sobre sus dientes amarillos sus labios se movían elocuentemente. Ellen se daba cuenta de que estaba sentada, con las piernas cruzadas, rígidas bajo sus ropas, como una figurilla de porcelana. Le parecía que todas las cosas que le rodeaban se volvían duras, esmaltadas. La atmósfera, que el humo de los cigarrillos estriaba en azul, se transformaba en cristal. Frente a ella, él agitaba sin sentido su cara de marioneta de madera. Estremecida, alzó los hombros.
- ¿Qué te pasa, Elaine?- preguntó Baldwin.
Ella mintió:
- Nada George... Alguien habrá pisado mi tumba.
Se recuesta en el rincón del taxi con los ojos cerrados. Tiene que calmarse. Es ridículo vivir siempre con una tensión nerviosa tal que todo parece rechinar como la tiza que araña el encerado. Y si yo me hubiera quemado, como esa chica (...) Supongamos que me hubiera ido con el joven de la corbata fea que trató de acompañarme... Unas cuantas bromas ante un helado de plátano en la pastelería, luego un paseo en autobús, con su rodilla contra la mía y un brazo alrededor de mi cintura, un poco de besuqueo en un portal... Hay vidas que vivir si a uno no le importara. ¿Y por qué ha de importar? ¿Por la opinión pública, el dinero, el éxito, los vestíbulos de los hoteles, la salud, los paraguas, las galletas Uneeda?... Mi cabeza hace brrr, todo el tiempo, como un juguete mecánico roto.
Eso es vivir... Emborracharse, y armar la gorda los días de paga y ver el Extremo Oriente.
El crepúsculo redondea suavemente los duros ángulos de las calles. La oscuridad pesa sobre la humeante ciudad de asfalto, funde los marcos de las ventanas, los anuncios, las chimeneas, los depósitos de agua, los ventiladores, las escaleras de incendios, las molduras, los ornamentos, los festones, los ojos, las manos, las corbatas, en enormes bloques negros. Bajo la presión cada vez más fuerte de la noche, las ventanas escurren chorros de luz, los arcos voltaicos derraman leche brillante. la noche comprimen los sombríos bloques de casas hasta hacerles gotear luces rojas, amarillas, verdes, en las calles donde resuenan millones de pisadas. El asfalto rezuma luz. La luz chorrea de los letreros que hay en los tejados, gira vertiginosamente entre las ruedas, colorea toneladas de cielo.
Por una rendija, en la penumbra fría de su cuerpo, la cancioncilla goteaba, caliente como sangre...
- El matrimonio no es tan gran cosa que digamos, ¿eh?
- Usté lo ha dicho. Lo que le lleva a uno a él, bueno está, pero casarse es como despertar de una borrachera.
Se siente perdida, impotente, atrapada, como una mosca en la telaraña de sus frases pegajosas, dulzonas.
Ellen trataba de recordar exactamente cómo era Stan, su recia esbeltez de saltador de pértiga. No podía reconstruir su cara por completo; veía sus ojos, sus labios, una oreja.
Decía palabras, mientras otras palabras totalmente distintas se desgranaban en su pecho como las cuentas de un collar roto. Estaba sentada delante de un cuadro que representaba dos mujeres y dos hombres sentados a la mesa en un comedor decorado con molduras, bajo un temblequeante candelabro de cristal.
- Ellie, yo no sé por qué es siempre tan difícil hablar claro de cualquier cosa... Siempre tengo que emborracharme para hablar claro...
- Yo creo que no quiero a nadie mucho tiempo, exceptuando los muertos... Soy una criatura imposible. ¿Para qué hablar de ello?
Todas las cosas le hacían sentir la efervescencia de la risa contenida. Eran las once. No se había acostado. La vida estaba patas arriba. Él era una mosca que andaba por el techo de una ciudad al revés. Había abandonado su empleo. No tenía nada que hacer hoy, ni mañana, ni pasado, ni al otro día. Todo sube y baja, es cuestión de semanas, de meses. primavera rica en gluten.
Persecución de la felicidad, inevitable persecución... derecho a la vida, a la libertad y... Una noche negra sin luna. Jimmy Herf sube solo por South Street.(...) Cada vez que cierra los ojos la visión se apodera de él; cada vez que cesa de razonar en voz alta consigo mismo frases pomposas y razonables, la visión se apodera de él.(...) Una de estas dos inevitables soluciones: marcharse de aquí con una camisa blanda y sucia, o quedarse con el cuello duro y limpio. ¿Pero a qué pasarse la vida entera huyendo de la ciudad de la Destrucción? ¿Y vuestros derechos enajenables, Trece Estados? Su cerebro desenvuelve frases. Jimmy sigue andando tenazmente. Camina sin rumbo fijo sin saber adónde. Si al menos tuviera la fe en las palabras...
La primavera que frunce nuestros labios, la primavera que nos pone carne de gallina, que surge gigantesca del zumbar de las sirenas, se estrella con pavoroso estrépito contra el tráfico detenido, entre helados bloques de casas, que miran atentamente de puntillas.
La cara de mamá se inclina y le besa. Sus manos la agarran del vestido, pero ella se marcha dejándole solo en la oscuridad, dejando tras ella en la oscuridad una leve fragancia que le hace llorar. El pequeño Martin forcejea dentro de las barras de hierro de se cuna. Fuera las negrura y al otro lado de las paredes, fuera también, la horrible negrura de la personas mayores que alborota, vibra, trepa por las ventanas, mete los dedos por las rendijas de la puerta. Fuera, dominando el estruendo de las ruedas, llega un gemido desgarrador que le aprieta la garganta. Pirámides de negrura apiladas sobre él se desploman sobre su cabeza. Martin grita balbuceando entre sus gritos. Nounou se acerca a la cuna sobre un salvavidas de luz. "No te asustes..., no es nada". la cara negra le sonríe, sus manos negras le estiran las mantas. "Es una bomba de incendios que pasa... No te vas a asustar de una bomba de incendios".
Llegaba tarde; había dejado en casa el reloj. Los minutos le colgaban del cuello pesados como horas. Estaba sentada en el borde del asiento con los puños tan apretados que a través de los guantes sentía las uñas afiladas clavarse en las palmas de sus manos. Por fin el taxi arrancó bruscamente. Tufaradas de gasolina, zumbidos de motores. (...) En la esquina Ellen distinguió un reloj. Las ocho menos cuarto. La circulación se interrumpió de nuevo (...). Se recostó con los ojos cerrados, las sienes palpitantes. Todos sus nervios eran una madeja de finos alambres de acero que le cortaban la carne. ¡Qué importa!, se preguntaba. Esperará. No tengo prisa por verle. ¿Cuántas calles faltan?... Menos de veinte, dieciocho. Sin duda los números se inventaron para evitar que se volviera uno loco. La tabla de multiplicar cura los nervios mejor que Coué. probablemente eso fue lo que pensó Peter Stuyvesant, o el que numeró esta ciudad. Ella se sonreía a sí misma. El taxi había echado a andar otra vez.
Ellen permaneció largo rato mirándose al espejo y limpiándose la cara demasiado empolvada, mientras pensaba qué actitud tomar. Le daba cuerda a una muñeca imaginaria -ella misma- y la colocaba en diversas posturas. De ahí toda una serie de menudos gestos como en un escenario de juguete. Se separó del espejo con brusquedad, encogiendo sus hombros demasiado blancos, y se dirigió apresuradamente al comedor.
La espuma infinitesimal del cóctel le suavizaba la lengua y la garganta, y la invadía de un calor luminoso.
Durante la cena Ellen sintió un frío glacial infiltrarse en ella como novocaína. Había tomado una decisión. Era como si hubiera colocado su fotografía en su propio sitio, helada para siempre en la misma postura. La amargura, como una invisible cinta de seda, le apretaba el cuello, la estrangulaba. Al otro lado de los platos, de la lámpara de marfil rosa y de los pedazos de pan, él sacudía su cabeza sobre la pechera blanca. Sus mejillas enrojecían. (...) Sobre sus dientes amarillos sus labios se movían elocuentemente. Ellen se daba cuenta de que estaba sentada, con las piernas cruzadas, rígidas bajo sus ropas, como una figurilla de porcelana. Le parecía que todas las cosas que le rodeaban se volvían duras, esmaltadas. La atmósfera, que el humo de los cigarrillos estriaba en azul, se transformaba en cristal. Frente a ella, él agitaba sin sentido su cara de marioneta de madera. Estremecida, alzó los hombros.
- ¿Qué te pasa, Elaine?- preguntó Baldwin.
Ella mintió:
- Nada George... Alguien habrá pisado mi tumba.
Se recuesta en el rincón del taxi con los ojos cerrados. Tiene que calmarse. Es ridículo vivir siempre con una tensión nerviosa tal que todo parece rechinar como la tiza que araña el encerado. Y si yo me hubiera quemado, como esa chica (...) Supongamos que me hubiera ido con el joven de la corbata fea que trató de acompañarme... Unas cuantas bromas ante un helado de plátano en la pastelería, luego un paseo en autobús, con su rodilla contra la mía y un brazo alrededor de mi cintura, un poco de besuqueo en un portal... Hay vidas que vivir si a uno no le importara. ¿Y por qué ha de importar? ¿Por la opinión pública, el dinero, el éxito, los vestíbulos de los hoteles, la salud, los paraguas, las galletas Uneeda?... Mi cabeza hace brrr, todo el tiempo, como un juguete mecánico roto.