MAYO 2015
Edito
Me ha pasado: ¡la magdalena de Proust!
La magdalena ha venido en forma de clavel, el recuerdo inmediato y fulminante: el mes de mayo, el mes de la virgen, la fiesta de la Madre. Recuerdo que en mayo, en mi colegio católico, todas las mañanas los alumnos nos reuníamos en el patio, frente a una figura de la Virgen, y cantábamos canciones marianas y llevábamos flores.
He respirado profundamente el clavel y me ha transportado directamente.
Me he visto con 12 años, con mi vestido y mi coleta, "cogiendo" (y esto estaba mal, y sabíamos que estaba mal, pero peor era la vergüenza de plantarse con las manos vacías en la escuela) flores del patio o los jardines de alguna vecindad. Alguna vez nos regañaron. Tampoco es que nos causara ningún trauma.
Repito la acción y hundo la nariz en el clavel.
Inspiro.
Vuelve el momento.
¿Qué es?
Ni siquiera es un instante concreto detenido en el tiempo, ni una cara o un decorado, o un espacio.
No es un déjà vu.
Es el olor de una sensación.
Huele a buen tiempo, me lleva al sitio donde nací. Huele a por la mañana temprano. Huele a ropa de verano, a manga corta, a faldas y calcetines altos. Huele al frío que hace por la mañana en verano cuando no te has abrigado porque en un rato hará un tremendo calor.
Exactamente huele al patio del colegio en aquella época del año.
En esta época del año.
Huele a mayo, el mes de las flores.
Qué buena sensación.
Nostalgia.
Resulta que como siempre, y como soy tan ceniza, me está dando por acordarme del pasado, y eso hace que quiera disfrutar del momento presente, porque sé que pronto será pasado y no quiero reprocharme que estaba muy pendiente de otros asuntos (quejarme, compararme, recrearme en historias antiguas, elucubrar un supuesto futuro mejor que lo que tengo, etc) como para disfrutar y vivir del momento actual.
Y no me voy a recrear en el rollo echar de menos por adelantado lo que estoy viviendo ahora, porque entre pasado, futuro, y ese ir mentalmente de aquí pa allá con el Delorean mental, al final nunca estoy AQUÏ.
La magdalena ha venido en forma de clavel, el recuerdo inmediato y fulminante: el mes de mayo, el mes de la virgen, la fiesta de la Madre. Recuerdo que en mayo, en mi colegio católico, todas las mañanas los alumnos nos reuníamos en el patio, frente a una figura de la Virgen, y cantábamos canciones marianas y llevábamos flores.
He respirado profundamente el clavel y me ha transportado directamente.
Me he visto con 12 años, con mi vestido y mi coleta, "cogiendo" (y esto estaba mal, y sabíamos que estaba mal, pero peor era la vergüenza de plantarse con las manos vacías en la escuela) flores del patio o los jardines de alguna vecindad. Alguna vez nos regañaron. Tampoco es que nos causara ningún trauma.
Repito la acción y hundo la nariz en el clavel.
Inspiro.
Vuelve el momento.
¿Qué es?
Ni siquiera es un instante concreto detenido en el tiempo, ni una cara o un decorado, o un espacio.
No es un déjà vu.
Es el olor de una sensación.
Huele a buen tiempo, me lleva al sitio donde nací. Huele a por la mañana temprano. Huele a ropa de verano, a manga corta, a faldas y calcetines altos. Huele al frío que hace por la mañana en verano cuando no te has abrigado porque en un rato hará un tremendo calor.
Exactamente huele al patio del colegio en aquella época del año.
En esta época del año.
Huele a mayo, el mes de las flores.
Qué buena sensación.
Nostalgia.
Resulta que como siempre, y como soy tan ceniza, me está dando por acordarme del pasado, y eso hace que quiera disfrutar del momento presente, porque sé que pronto será pasado y no quiero reprocharme que estaba muy pendiente de otros asuntos (quejarme, compararme, recrearme en historias antiguas, elucubrar un supuesto futuro mejor que lo que tengo, etc) como para disfrutar y vivir del momento actual.
Y no me voy a recrear en el rollo echar de menos por adelantado lo que estoy viviendo ahora, porque entre pasado, futuro, y ese ir mentalmente de aquí pa allá con el Delorean mental, al final nunca estoy AQUÏ.
Este mes se presenta candy: caramelos, golosinas, las famosas chuches (odio esa palabra), de gustos adquiridos y de otros desadquiridos (o rechazados). Y caramelos hacen pensar en dietas, prohibiciones, restricciones, obsesiones, sufrimiento.
No soy incapaz de comerme una golosina hoy por hoy, pero casi. Mis preferidas son las de fresa, blanditas tipo gominola, pero sin azúcar pegada, mejor si tienen un regusto ácido...
Y escribiendo esto inmediatamente me pongo a salivar.
Pero no me comería una gominola de esas ahora mismo, ni loca. Contradicciones de la vida.
Mi cuerpo va por un lado. Mi mente y mi "sentido común" por otro.
Qué novedad, en la vida se trata básicamente de conciliar esos tres aspectos.
Cuerpo, espíritu, razón.
La de quebraderos de cabeza que traen.
Por un lado, la mente quiere controlar constantemente al cuerpo y sus apetitos.
Y el cuerpo que pasa de todo. Es un egoísta y va a lo suyo.
Para aderezar el tema, tenemos a la razón: las convenciones sociales que marcan por dónde debemos conducir a los anteriores.
Hasta que llega el momento en que el cuerpo responde con evidentes signos de anhelo (como salivar) pero totalmente ficticios porque en realidad no me apetece el caramelo origen de ese baño bucal (watered mouth).
¿Cómo es posible? Realmente debería ser motivo de estudio porque si pudiéramos repetir esta sensación en otras apetencias: patatas fritas, rosquillas, carne, bollería, pasteles, embutidos, quesos, natas, helados, salsas, cremas, escarchadas copas de balón rebosantes de whisky con cola y hielo, etc etc.
Por eso hablo de gustos desadquiridos, porque de pequeña era capaz de comerme bolsas y bolsas de caramelos. Nos dejábamos la paga semanal en bolsones de "chuches" que adquiríamos en un sitio llamado Golosilandia.
Sé que si ahora me pego un atracón como los de entonces es probable que me siente como a don Matías las brevas, es decir, fatal. Pero principalmente está el factor psicológico que hará que me sienten mal. Saber que me he metido una gran cantidad de químicos y "mierdas" que no aportan nutricionalmente nada.
Fíjate ¡qué racional!, ¡qué lógico todo! , qué coherente.
No soy incapaz de comerme una golosina hoy por hoy, pero casi. Mis preferidas son las de fresa, blanditas tipo gominola, pero sin azúcar pegada, mejor si tienen un regusto ácido...
Y escribiendo esto inmediatamente me pongo a salivar.
Pero no me comería una gominola de esas ahora mismo, ni loca. Contradicciones de la vida.
Mi cuerpo va por un lado. Mi mente y mi "sentido común" por otro.
Qué novedad, en la vida se trata básicamente de conciliar esos tres aspectos.
Cuerpo, espíritu, razón.
La de quebraderos de cabeza que traen.
Por un lado, la mente quiere controlar constantemente al cuerpo y sus apetitos.
Y el cuerpo que pasa de todo. Es un egoísta y va a lo suyo.
Para aderezar el tema, tenemos a la razón: las convenciones sociales que marcan por dónde debemos conducir a los anteriores.
Hasta que llega el momento en que el cuerpo responde con evidentes signos de anhelo (como salivar) pero totalmente ficticios porque en realidad no me apetece el caramelo origen de ese baño bucal (watered mouth).
¿Cómo es posible? Realmente debería ser motivo de estudio porque si pudiéramos repetir esta sensación en otras apetencias: patatas fritas, rosquillas, carne, bollería, pasteles, embutidos, quesos, natas, helados, salsas, cremas, escarchadas copas de balón rebosantes de whisky con cola y hielo, etc etc.
Por eso hablo de gustos desadquiridos, porque de pequeña era capaz de comerme bolsas y bolsas de caramelos. Nos dejábamos la paga semanal en bolsones de "chuches" que adquiríamos en un sitio llamado Golosilandia.
Sé que si ahora me pego un atracón como los de entonces es probable que me siente como a don Matías las brevas, es decir, fatal. Pero principalmente está el factor psicológico que hará que me sienten mal. Saber que me he metido una gran cantidad de químicos y "mierdas" que no aportan nutricionalmente nada.
Fíjate ¡qué racional!, ¡qué lógico todo! , qué coherente.
Pero luego veo unas patatas fritas y devoro hasta la última incluso aunque estén rancias.
Y veo unas rosquillas fritas cubiertas de azúcar y me liquido varias de una sentada aunque no sean caseras y su letanía de ingredientes esté llena de Es. Por poner un par de ejemplos. Ejemplos que desdicen y desmienten toda la supuesta lógica adquirida con el anteriormente citado "caramelo". De todas formas, ¿tan malas son unas patatas? Qué manía con contradecir al cuerpo, con desentendernos de él, con castigarlo. Cada vez estamos más desconectados de nuestro vehículo, nos distanciamos, de esa parte débil que sólo desea constantemente y a la que hay que negar y regañar, castigar a cada poco. Nos identificamos con nuestra mente (con todas las ataduras que componen nuestro ego) y pensamos que eso es mejor que el cuerpo que parece tener vida (¡y mente!) propias. |
Últimamente he leído sobre una disciplina que defiende al cuerpo, considerándolo una de nuestras más valiosas herramientas de conocimiento del medio y de nosotros mismos.
Sin castigar al cuerpo (sometiéndolo a dietas, castidad, restricciones y sufrimiento). Sin reprimirlo.
A ver, tampoco es un viva la Pepa, se trata de trabajar con él, de reestablecer la conexión que hemos perdido con nuestra expresión material.
Comer hasta la indigestión, aguantar hasta lesionarte, no saber si estás estirando o jodiéndote el músculo. Ni siquiera sabes si eso que sientes es dolor.
No sabes hasta dónde puedes llegar.
Parece ser que nos hemos distanciado de miles de cosas conforme nos hacíamos mayores. Nos hemos dejado llevar por la ansiedad, nos identificamos con las emociones.
Estamos hartos de oír que tenemos que recuperar ciertas cosas que sabíamos de pequeños, volver a ese primer estado, esa época en la que nos gustaban los caramelos, nos hinchábamos a chuches y no nos sentaban mal. (bueno, esto es un decir, yo he pasado todos los 7 de enero jodida de la barriga tras el aluvión de dulces navideños, reyes y demás),
Claro que también la infancia es la época de miedos acervos e irracionales, de la crueldad esa que sólo tienen los niños, de los desengaños, de los rechazos, de la constante negación de nuestros deseos que creíamos órdenes. Porque lo habían sido. Pequeños príncipes destronados, pasamos el resto de la vida buscando una corona que nos restablezca en el estado irrevocale e idolatrado en el que estuvimos los primeros meses de vida.
Improntas profundas en nuestros cerebros.
Fácil acostumbrarse a lo bueno.
Los 7 primeros años de vida son los que más profundamente marcan a un ser vivo.
Miles de caramelos. Miles de promesas, de excepciones que van formando nuestro caracter caprichoso y mimado.
Carácter que se dará de bruces con la realidad y sus negativas, con su maniática costumbre de ir en contra, de distorsionar nuestros deseos.
Miles de caramelos: contradicciones.
Salivo pero no me apetece.
Recuperar el estado infantil, pero sólo una parte.
Caramelos: atracón, gula, lujuria, culpa, ansiedad, deleite.
Deleite, disfrute.
Aunque nunca me comería un caramelo.
Porque nadie recurre a los caramelos cuando tiene hambre.
Porque no sirven para calmar esta ansiedad que es para lo que utilizamos el resto de cosas que nos metemos en la boca.
Ansiedad / deleite / culpa.
Así, no siempre en este orden, pero vamos escalando y deslizándonos en estos vaivenes emocionales, nos dejamos llevar por el conocido suceder de impresiones.
Sentimientos opuestos, encontrados.
Ansiedad: lo quiero lo quiero.
Pero no puedes.
Pero lo quiero, y ahora con más empeño.
En realidad no te apetece, ni siquiera tienes hambre.
No es hambre, es gana de tomar algo, como una necesidad de masticar, de frotar las muelas, un bruxismo consciente. Necesitamos el alivio más en la boca que en el estómago.
Loa animales expresan muchos sentimientos (odio, alegría, temor, rabia) con movimientos de mandíbula.
Desmembrar a alguien con uñas y dientes debe ser muy tranquilizador.
Los humanos, por temas de "prejuicios canibalísticos" nos hemos prohibido esa "vía de escape".
Sin embargo, somos el único animal que enseña los dientes para mostrar agrado o felicidad.
Por darle algún uso emocional a la dentadura, supongo.
Los dientes, la boca como instrumento de comunicación, más allá de las palabras.
Reflejan sentimientos reprimidos, ese rechinar de dientes entre sueños, ese crujir de mandíbulas. La manía de morderse el labio, de mordisquear el boli, de llevar un palillo, de masticar chicle, de despellejarte los labios, de mordisquear un pedacito pequeño de comida entre los incisivos hasta pulverizarlo...
Necesidad de mascar, machacar, triturar.
Una necesidad desesperante.
Ansiedad.
Para mí, una imposible demostración de paciencia, calma y dominio es chupar un caramelo hasta que desaparezca.
A los 3 segundos de meterlo en la boca no puedo resistir la llamada animal de fulminarlo entre las muelas haciéndolo crujir, destrozar sonoramente, notar como la masa blanda se incrusta en las encías.
Pero este acto no trae ningún alivio, sólo la saña de comer otro caramelo y otro y otro hasta que algo corte con el bucle de hamster dentro de la rueda.
¡Ya vale! Llevas 6 caramelos masticando como una posesa, mirada perdida e inyectada en sangre y las mandíbulas a todo batir.
Caramelos: contradicción
La mejor época de nuestras vidas. La más terrorífica también.
Deseo pero inapetencia.
Placer/ ansiedad
Deleite al ver sus fuertes colores, texturas brillantes y elásticas, sus curvas delicadas, su asociación antigua y bien impresa en nuestros cerebros infantiles con el placer, el premio, el rato de juego, recreo, disfrute.
Y su ausencia: con el castigo, la corrección, el chantaje.
La primera vez que cometí un pecado capital que luego repetiría numerosas veces durante mi vida adulta, fue a causa de unos caramelos.
La contradicción.
Siempre buscando imposibles.
Sin castigar al cuerpo (sometiéndolo a dietas, castidad, restricciones y sufrimiento). Sin reprimirlo.
A ver, tampoco es un viva la Pepa, se trata de trabajar con él, de reestablecer la conexión que hemos perdido con nuestra expresión material.
Comer hasta la indigestión, aguantar hasta lesionarte, no saber si estás estirando o jodiéndote el músculo. Ni siquiera sabes si eso que sientes es dolor.
No sabes hasta dónde puedes llegar.
Parece ser que nos hemos distanciado de miles de cosas conforme nos hacíamos mayores. Nos hemos dejado llevar por la ansiedad, nos identificamos con las emociones.
Estamos hartos de oír que tenemos que recuperar ciertas cosas que sabíamos de pequeños, volver a ese primer estado, esa época en la que nos gustaban los caramelos, nos hinchábamos a chuches y no nos sentaban mal. (bueno, esto es un decir, yo he pasado todos los 7 de enero jodida de la barriga tras el aluvión de dulces navideños, reyes y demás),
Claro que también la infancia es la época de miedos acervos e irracionales, de la crueldad esa que sólo tienen los niños, de los desengaños, de los rechazos, de la constante negación de nuestros deseos que creíamos órdenes. Porque lo habían sido. Pequeños príncipes destronados, pasamos el resto de la vida buscando una corona que nos restablezca en el estado irrevocale e idolatrado en el que estuvimos los primeros meses de vida.
Improntas profundas en nuestros cerebros.
Fácil acostumbrarse a lo bueno.
Los 7 primeros años de vida son los que más profundamente marcan a un ser vivo.
Miles de caramelos. Miles de promesas, de excepciones que van formando nuestro caracter caprichoso y mimado.
Carácter que se dará de bruces con la realidad y sus negativas, con su maniática costumbre de ir en contra, de distorsionar nuestros deseos.
Miles de caramelos: contradicciones.
Salivo pero no me apetece.
Recuperar el estado infantil, pero sólo una parte.
Caramelos: atracón, gula, lujuria, culpa, ansiedad, deleite.
Deleite, disfrute.
Aunque nunca me comería un caramelo.
Porque nadie recurre a los caramelos cuando tiene hambre.
Porque no sirven para calmar esta ansiedad que es para lo que utilizamos el resto de cosas que nos metemos en la boca.
Ansiedad / deleite / culpa.
Así, no siempre en este orden, pero vamos escalando y deslizándonos en estos vaivenes emocionales, nos dejamos llevar por el conocido suceder de impresiones.
Sentimientos opuestos, encontrados.
Ansiedad: lo quiero lo quiero.
Pero no puedes.
Pero lo quiero, y ahora con más empeño.
En realidad no te apetece, ni siquiera tienes hambre.
No es hambre, es gana de tomar algo, como una necesidad de masticar, de frotar las muelas, un bruxismo consciente. Necesitamos el alivio más en la boca que en el estómago.
Loa animales expresan muchos sentimientos (odio, alegría, temor, rabia) con movimientos de mandíbula.
Desmembrar a alguien con uñas y dientes debe ser muy tranquilizador.
Los humanos, por temas de "prejuicios canibalísticos" nos hemos prohibido esa "vía de escape".
Sin embargo, somos el único animal que enseña los dientes para mostrar agrado o felicidad.
Por darle algún uso emocional a la dentadura, supongo.
Los dientes, la boca como instrumento de comunicación, más allá de las palabras.
Reflejan sentimientos reprimidos, ese rechinar de dientes entre sueños, ese crujir de mandíbulas. La manía de morderse el labio, de mordisquear el boli, de llevar un palillo, de masticar chicle, de despellejarte los labios, de mordisquear un pedacito pequeño de comida entre los incisivos hasta pulverizarlo...
Necesidad de mascar, machacar, triturar.
Una necesidad desesperante.
Ansiedad.
Para mí, una imposible demostración de paciencia, calma y dominio es chupar un caramelo hasta que desaparezca.
A los 3 segundos de meterlo en la boca no puedo resistir la llamada animal de fulminarlo entre las muelas haciéndolo crujir, destrozar sonoramente, notar como la masa blanda se incrusta en las encías.
Pero este acto no trae ningún alivio, sólo la saña de comer otro caramelo y otro y otro hasta que algo corte con el bucle de hamster dentro de la rueda.
¡Ya vale! Llevas 6 caramelos masticando como una posesa, mirada perdida e inyectada en sangre y las mandíbulas a todo batir.
Caramelos: contradicción
La mejor época de nuestras vidas. La más terrorífica también.
Deseo pero inapetencia.
Placer/ ansiedad
Deleite al ver sus fuertes colores, texturas brillantes y elásticas, sus curvas delicadas, su asociación antigua y bien impresa en nuestros cerebros infantiles con el placer, el premio, el rato de juego, recreo, disfrute.
Y su ausencia: con el castigo, la corrección, el chantaje.
La primera vez que cometí un pecado capital que luego repetiría numerosas veces durante mi vida adulta, fue a causa de unos caramelos.
La contradicción.
Siempre buscando imposibles.