JUNIO 2015
Reflexiones varias
Niños de papá
Llegaron pronto. Llamaron al portero de una urbanización de la proliferante estética surgida en respuesta a esa necesidad común a todos los orgullosos autoproclamados niños de papá que pugnan por una vida como la de sus progenitores, pero a los que todavía no les llega el necesario parné para ello. Todavía. Porque corren una desaforada y desesperada carrera para conseguirlo. Sólo ellos saben cuántas cabezas bajadas, cuánto amargo orgullo tragado (como una flema, que diría Joyce Carol Oates), cuántos culos ensalivados. Por conseguir una cartera de contactos, por ser influyente, por ser finalmente admirado. Ya cabizbajarán, deglutirán y babearán otros detrás de él y por él.
Una urbanización ubicada en una de las zonas adineradas de la ciudad, para toda esa gente capaz de pagar tres veces más por su inmueble por el simple hecho de engrosar cierto padrón municipal. No es lo mismo decir que vives en un pueblo de gente adinerada, que en un pueblo obrero. Definitivamente no es lo mismo. No se te llena la boca, no captas las rendidas miradas de aprecio y admiración. Como llevar un deportivo llamativo. Esos giros de cabeza, esas fotos furtivas, bien valen un seguro más caro y un mantenimiento desorbitado.
Como llevar un bolso de firma con su logotipo bien visible (aptos para despistados), no son igual de cálidas las miradas de las dependientas, no puedes colarte arramplando en la cafetería con el mismo donaire.
O con un todoterreno y gafas de sol, no puedes pedir con la misma sonrisa condescendiente y prepotente al pringado portero de turno que te deje aparcar en el vado mientras recoges a los niños, no puedes saltarte el ceda en la rotonda con la misma cara de despiste e indiferencia.
Una urbanización de pisos hechos para perpetuar la imagen de persona acomodada entre 30 y 40 años. Tenía todo lo necesario para dar ese aspecto de lujo y esplendor que imitara a baja escala (económica y por tanto espacial) la pudiente vida con los padres; un objetivo a conseguir. Pero cumplía con ciertos importantes requisitos.
Lo importante es que cuente con zonas ajardinadas (qué importa que estén acotadas por ridículos parterres de materiales imitando piedra, ni que las plantas sean las decididas por una pretendida paisajista que se acostaba con el arquitecto).
Lo importante son esos caminos espaciosos, esos rosales y esos arbustos reprimidos por la experta mano del jardinero pagado por debajo del salario interprofesional.
Lo importante es que los colores sean crudos, rotos, mezclados con el sereno gris (ese trillado minimalismo elegante) que definitivamente los distingue del colorido folclórico elegido para los edificios de protección oficial. A los pobres no les va a proporcionar felicidad vislumbrar su fachada de color naranja butano, más bien puede recordarles que no les llega para pagar el gas.
Lo importante es que tenga inmejorables calidades, de lujo. Así lo pone el cartel de la constructora. Lo importante es que se baje la persiana con un motor. Lo importante es que haya mármol en el baño. Lo importante es que tenga largas láminas de parquet. Lo importante es que la cocina sea integrada con vitrocerámica y electrodomésticos, con nevera americana.
Haremos la vista gorda ante esos lavaderos-respiraderos a la vista pero tapados con lamas. Haremos la vista gorda en la separación entre casas. Haremos la vista gorda ante los acabados y también ante los picaportes baratos y las bañeras de un muy rectangular diseño pero diminutas.
Hay que valorar la ubicación. Hay que valorar el portero físico. Hay que valorar el filtro de precio que te garantiza cierta clase de vecinos.
Lo importante es que tenga una piscina. Aunque sea comunitaria. Sí. Ése es un detalle irritante para toda persona aspirante a pertenecer al exigente grupo de la clase alta. ¿Cómo justificar no tener piscina propia ante sus amigos más adinerados poseedores del combo "chalet + charca"? Y además suelen ser tan pequeñas... Tan ridículamente pequeñas ¡Como que los adultos no pretenden darse ningún baño ahí! Estar todo el día en remojo es de mal gusto, solamente la utilizan los niños, acompañados por la respectiva asistenta (¿Alguno de estos puede permitirse una nanny a tiempo completo? Todavía no. Más adelante, cuando puedan optar por el chalet con piscina en esa etapa en la que no hay nada que me relaje más ni que me llene más de energía que poder hacer unos largos antes de ir a trabajar).
Lo importante es que tenga una zona de juegos para niños. Da igual que parezca el triste patio de una cárcel. Da igual que sea diminuto con un sólo tobogán y un único balancín. El suelo esta acolchado y el espacio vallado, para poder desconectar y olvidarte un poco de tus hijos, de su seguridad, tan ocupado en proyectar el castillo de naipes que te garantice la tuya. Porque tener hijos viene a reafirmar el esquema de vida, el prototipo que te permite sentir que estás haciendo un camino, que estás construyendo, diseñando tu propia vida. Te permite estar lo suficientemente ocupada para no tener que pensar qué hacer este fin de semana, tener tiempo para ti, ¿en qué, Dios mío, en qué invertirlo? Si las salidas con tu cónyuge son aburridísimas. Las broncas siempre por lo mismo. ¿Viajar a Praga este fin de semana otra vez? Con niños ya no tendrás que hablar de lo que te preocupa, de lo que sientes, ya no tendrás que analizarte, ya no te asaltarán las dudas ni verdades inadecuadas. Estarás muy ocupada. Podrás sustituir esos asomos de lúcido vacío con la planificación del saludable y equilibrado menú de la semana, con la adecuada elección de actividades extraescolares o con la visita al dentista antes de pasar a recoger el babi y ver a los abuelos.
Una urbanización que dé la imagen de que lo estás haciendo bien. Siguiendo el proyecto de vida que diseñaron tus padres. El de la gente pudiente. El de tu círculo de amigos de la universidad, del colegio bilingüe en el que fuiste sometiendo tu personalidad, en el que te inculcaron qué estaba bien, qué era deseable y qué no. En el que castigaban con durísimas miradas, reproches e incomprensión las salidas de tono, las diferencias. En el que no querías ser el raro, el inadaptado, el que no comprendía y no quería pertenecer a ese grupo. ¿Quién quiere ser el rarito de la clase? Empieza a ser normal, empieza a destacar, empieza a desear generar ese dinero que te dará la llave de la felicidad o al menos la llave de ese paraíso en el que no hay preguntas. Lleno de gente que como tú, busca un grupo, una pareja con la que compartir esta visión, con el mismo objetivo. Y cuando te frustres, podrás quedar a tomar café con esas amigas y ver que así es la vida, que también tiene descontento y varapalos, y que, en comparación, tampoco estás tan mal. Porque ¿para qué quedar si no es para compararte y salir retada o tranquilizada?.
Porque en ocasiones se tambalean ciertos pilares (los cuernos de tu pareja, una mala inversión que te hace pedir ayuda a tus padres) que te alejan del reflejo de la piscina del chalet que te haría líder de tu grupo, el más precoz, el triunfador, el envidiado. Que te proporcionaría la suficiente seguridad, la tranquilidad de estar cumpliendo con lo esperado. Cumpliendo con creces y a toda velocidad.
Mismo futuro que deseas para tus hijos. Que sean los agresores, los más descarados en su niñez te hará tremendamente feliz. No quieres a un hijo apocado, quieres al más competitivo, incentivarás ese rasgo. No importa tanto que aprendan a vivir sus vidas, importa que se adapten a tus planes de familia ideal. No importa que tengan inquietudes. Deben calmar las tuyas con sus incipientes vidas. No importa que sean felices, ¡cuesta mucho dinero proyectar esta imagen! Y total, tú sabes lo que a la larga les reportará felicidad: una abultada cuenta corriente y la capacidad para comerse el mundo. No es tanto preparación sino actitud. Que devuelvan los golpes, o mejor, que sean los primeros en darlos. Reprenderás con una amplia sonrisa de satisfacción y refulgente brillo en la mirada cuando te digan que ha pegado a otro niño, ¡no se ha dejado amilanar! Porque en esta vida hay que ser fuerte, hay que ser agresivo para triunfar. Cuando te digan que se ha colado para estar en el mejor sitio, que le ha quitado la merienda a otro, que está acosando a la compañera gordita. Sustituirás toda la seguridad que no puedes proporcionarle con tus ideales, fortaleza de carácter o bases éticas, con todos los aderezos y artilugios externos necesarios: ropa de marca, el estuche más grande, las zapatillas más caras, videoconsolas, ordenadores, juguetes...
Compensando por fuera lo que no hay dentro. Y es que jamás un jarro vacío ha llenado otro.
Eliminando cualquier idea propia, señal de posible subversión ante este plan de garantizado bienestar.
Sin embargo, ¿qué es la felicidad? También es seguridad, sin duda. Aunque algunos no nos sintamos seguros si no es dudando constantemente de lo que tenemos delante. Como en la cueva de Platón. No queriendo quedarnos ensimismados con las sombras que proyectamos con nuestros bien educados ojos ante lo que ocurre ante nuestras bien atrofiadas narices.
Obviamente, tener comodidades y estar rodeado de belleza es deseable, ¿pero a costa de seguir un patrón, un rol de comportamiento que no encaja contigo? ¿Debes tener ciertos gustos y actitudes, maneras de expresarte, de comunicarte para poder aspirar, ser digno representante de ese tipo de vida?
No, lo que desean es gritarlo a los 4 vientos, que todo el mundo se entere. Que cada persona con la que intercambies una palabra sea consciente de que está tratando con alguien adinerado. De un cierto nivel. Al que respetar, al que tener miedo.
Es como vestirse de macarra de barrio. Es como ponerse piercings o estar profusamente tatuado. Estás diciendo: ojo conmigo que tengo una personalidad. Ojo conmigo, que soy peligroso.
Unos con una estética agresiva de “te haré daño”, otros con una estética pija de “hablaré con mi abogado”. Los dos están dando a entender. “Trátame con respeto”. “Trátame bien”. Soy importante.
Estoy muy por encima de ti.
Esta necesidad de ser admirado constantemente. Buscando en ojos ajenos el reconocimiento que no sienten en sus atrofiados interiores.
Y a todo esto ¿qué es lo que yo hubiera querido?
Ya no me acuerdo, tengo que parar un momento a comprar pan para el bocadillo de la excursión de mañana...
Una urbanización ubicada en una de las zonas adineradas de la ciudad, para toda esa gente capaz de pagar tres veces más por su inmueble por el simple hecho de engrosar cierto padrón municipal. No es lo mismo decir que vives en un pueblo de gente adinerada, que en un pueblo obrero. Definitivamente no es lo mismo. No se te llena la boca, no captas las rendidas miradas de aprecio y admiración. Como llevar un deportivo llamativo. Esos giros de cabeza, esas fotos furtivas, bien valen un seguro más caro y un mantenimiento desorbitado.
Como llevar un bolso de firma con su logotipo bien visible (aptos para despistados), no son igual de cálidas las miradas de las dependientas, no puedes colarte arramplando en la cafetería con el mismo donaire.
O con un todoterreno y gafas de sol, no puedes pedir con la misma sonrisa condescendiente y prepotente al pringado portero de turno que te deje aparcar en el vado mientras recoges a los niños, no puedes saltarte el ceda en la rotonda con la misma cara de despiste e indiferencia.
Una urbanización de pisos hechos para perpetuar la imagen de persona acomodada entre 30 y 40 años. Tenía todo lo necesario para dar ese aspecto de lujo y esplendor que imitara a baja escala (económica y por tanto espacial) la pudiente vida con los padres; un objetivo a conseguir. Pero cumplía con ciertos importantes requisitos.
Lo importante es que cuente con zonas ajardinadas (qué importa que estén acotadas por ridículos parterres de materiales imitando piedra, ni que las plantas sean las decididas por una pretendida paisajista que se acostaba con el arquitecto).
Lo importante son esos caminos espaciosos, esos rosales y esos arbustos reprimidos por la experta mano del jardinero pagado por debajo del salario interprofesional.
Lo importante es que los colores sean crudos, rotos, mezclados con el sereno gris (ese trillado minimalismo elegante) que definitivamente los distingue del colorido folclórico elegido para los edificios de protección oficial. A los pobres no les va a proporcionar felicidad vislumbrar su fachada de color naranja butano, más bien puede recordarles que no les llega para pagar el gas.
Lo importante es que tenga inmejorables calidades, de lujo. Así lo pone el cartel de la constructora. Lo importante es que se baje la persiana con un motor. Lo importante es que haya mármol en el baño. Lo importante es que tenga largas láminas de parquet. Lo importante es que la cocina sea integrada con vitrocerámica y electrodomésticos, con nevera americana.
Haremos la vista gorda ante esos lavaderos-respiraderos a la vista pero tapados con lamas. Haremos la vista gorda en la separación entre casas. Haremos la vista gorda ante los acabados y también ante los picaportes baratos y las bañeras de un muy rectangular diseño pero diminutas.
Hay que valorar la ubicación. Hay que valorar el portero físico. Hay que valorar el filtro de precio que te garantiza cierta clase de vecinos.
Lo importante es que tenga una piscina. Aunque sea comunitaria. Sí. Ése es un detalle irritante para toda persona aspirante a pertenecer al exigente grupo de la clase alta. ¿Cómo justificar no tener piscina propia ante sus amigos más adinerados poseedores del combo "chalet + charca"? Y además suelen ser tan pequeñas... Tan ridículamente pequeñas ¡Como que los adultos no pretenden darse ningún baño ahí! Estar todo el día en remojo es de mal gusto, solamente la utilizan los niños, acompañados por la respectiva asistenta (¿Alguno de estos puede permitirse una nanny a tiempo completo? Todavía no. Más adelante, cuando puedan optar por el chalet con piscina en esa etapa en la que no hay nada que me relaje más ni que me llene más de energía que poder hacer unos largos antes de ir a trabajar).
Lo importante es que tenga una zona de juegos para niños. Da igual que parezca el triste patio de una cárcel. Da igual que sea diminuto con un sólo tobogán y un único balancín. El suelo esta acolchado y el espacio vallado, para poder desconectar y olvidarte un poco de tus hijos, de su seguridad, tan ocupado en proyectar el castillo de naipes que te garantice la tuya. Porque tener hijos viene a reafirmar el esquema de vida, el prototipo que te permite sentir que estás haciendo un camino, que estás construyendo, diseñando tu propia vida. Te permite estar lo suficientemente ocupada para no tener que pensar qué hacer este fin de semana, tener tiempo para ti, ¿en qué, Dios mío, en qué invertirlo? Si las salidas con tu cónyuge son aburridísimas. Las broncas siempre por lo mismo. ¿Viajar a Praga este fin de semana otra vez? Con niños ya no tendrás que hablar de lo que te preocupa, de lo que sientes, ya no tendrás que analizarte, ya no te asaltarán las dudas ni verdades inadecuadas. Estarás muy ocupada. Podrás sustituir esos asomos de lúcido vacío con la planificación del saludable y equilibrado menú de la semana, con la adecuada elección de actividades extraescolares o con la visita al dentista antes de pasar a recoger el babi y ver a los abuelos.
Una urbanización que dé la imagen de que lo estás haciendo bien. Siguiendo el proyecto de vida que diseñaron tus padres. El de la gente pudiente. El de tu círculo de amigos de la universidad, del colegio bilingüe en el que fuiste sometiendo tu personalidad, en el que te inculcaron qué estaba bien, qué era deseable y qué no. En el que castigaban con durísimas miradas, reproches e incomprensión las salidas de tono, las diferencias. En el que no querías ser el raro, el inadaptado, el que no comprendía y no quería pertenecer a ese grupo. ¿Quién quiere ser el rarito de la clase? Empieza a ser normal, empieza a destacar, empieza a desear generar ese dinero que te dará la llave de la felicidad o al menos la llave de ese paraíso en el que no hay preguntas. Lleno de gente que como tú, busca un grupo, una pareja con la que compartir esta visión, con el mismo objetivo. Y cuando te frustres, podrás quedar a tomar café con esas amigas y ver que así es la vida, que también tiene descontento y varapalos, y que, en comparación, tampoco estás tan mal. Porque ¿para qué quedar si no es para compararte y salir retada o tranquilizada?.
Porque en ocasiones se tambalean ciertos pilares (los cuernos de tu pareja, una mala inversión que te hace pedir ayuda a tus padres) que te alejan del reflejo de la piscina del chalet que te haría líder de tu grupo, el más precoz, el triunfador, el envidiado. Que te proporcionaría la suficiente seguridad, la tranquilidad de estar cumpliendo con lo esperado. Cumpliendo con creces y a toda velocidad.
Mismo futuro que deseas para tus hijos. Que sean los agresores, los más descarados en su niñez te hará tremendamente feliz. No quieres a un hijo apocado, quieres al más competitivo, incentivarás ese rasgo. No importa tanto que aprendan a vivir sus vidas, importa que se adapten a tus planes de familia ideal. No importa que tengan inquietudes. Deben calmar las tuyas con sus incipientes vidas. No importa que sean felices, ¡cuesta mucho dinero proyectar esta imagen! Y total, tú sabes lo que a la larga les reportará felicidad: una abultada cuenta corriente y la capacidad para comerse el mundo. No es tanto preparación sino actitud. Que devuelvan los golpes, o mejor, que sean los primeros en darlos. Reprenderás con una amplia sonrisa de satisfacción y refulgente brillo en la mirada cuando te digan que ha pegado a otro niño, ¡no se ha dejado amilanar! Porque en esta vida hay que ser fuerte, hay que ser agresivo para triunfar. Cuando te digan que se ha colado para estar en el mejor sitio, que le ha quitado la merienda a otro, que está acosando a la compañera gordita. Sustituirás toda la seguridad que no puedes proporcionarle con tus ideales, fortaleza de carácter o bases éticas, con todos los aderezos y artilugios externos necesarios: ropa de marca, el estuche más grande, las zapatillas más caras, videoconsolas, ordenadores, juguetes...
Compensando por fuera lo que no hay dentro. Y es que jamás un jarro vacío ha llenado otro.
Eliminando cualquier idea propia, señal de posible subversión ante este plan de garantizado bienestar.
Sin embargo, ¿qué es la felicidad? También es seguridad, sin duda. Aunque algunos no nos sintamos seguros si no es dudando constantemente de lo que tenemos delante. Como en la cueva de Platón. No queriendo quedarnos ensimismados con las sombras que proyectamos con nuestros bien educados ojos ante lo que ocurre ante nuestras bien atrofiadas narices.
Obviamente, tener comodidades y estar rodeado de belleza es deseable, ¿pero a costa de seguir un patrón, un rol de comportamiento que no encaja contigo? ¿Debes tener ciertos gustos y actitudes, maneras de expresarte, de comunicarte para poder aspirar, ser digno representante de ese tipo de vida?
No, lo que desean es gritarlo a los 4 vientos, que todo el mundo se entere. Que cada persona con la que intercambies una palabra sea consciente de que está tratando con alguien adinerado. De un cierto nivel. Al que respetar, al que tener miedo.
Es como vestirse de macarra de barrio. Es como ponerse piercings o estar profusamente tatuado. Estás diciendo: ojo conmigo que tengo una personalidad. Ojo conmigo, que soy peligroso.
Unos con una estética agresiva de “te haré daño”, otros con una estética pija de “hablaré con mi abogado”. Los dos están dando a entender. “Trátame con respeto”. “Trátame bien”. Soy importante.
Estoy muy por encima de ti.
Esta necesidad de ser admirado constantemente. Buscando en ojos ajenos el reconocimiento que no sienten en sus atrofiados interiores.
Y a todo esto ¿qué es lo que yo hubiera querido?
Ya no me acuerdo, tengo que parar un momento a comprar pan para el bocadillo de la excursión de mañana...
El cling-cling de la felicidad
La manía de gastar para hacer un día feliz, completo, interesante, VIVIDO. Si no parece que lo has tirado a la basura, que ha sido un día más. Esa es la idea que tenemos hoy día.
Y da igual lo adquirido. Un vestido de Zara, unas tazas para el desayuno, la compra en el super de 4 caprichitos especiales (sal de azafrán, fresas ecológicas, un ramo de gardenias, pan con higos, un libro), puede ser una cena del chino a domicilio, un cine, unas cervezas con alguien, una crema corporal de olor a vainilla de madagascar... lo que sea. No tiene que ser caro, así evitamos el sentimiento de culpa. 20, 30 o 40 euros máximo.
No podemos quedarnos en casa tranquilamente leyendo todos esos libros que hemos ido acumulando, viendo todas esas películas, cocinando todas esas recetas cuyos ingredientes hemos atesorado en nuestra alacena, preparando cookies por la tarde, disfrutando de nuestro té después, tal vez haciendo ejercicio en el monte, cosiendo, cualquiera que sea nuestro hobbie...etc. Un día sí, dos también, pero al tercero ya nos sentimos atrapados, nerviosos, aburridos, ansiosos, VACÍOS ,necesitamos salir, gastar.
No sé si será reminiscencia de salir de caza de nuestros antepasados. Conseguir nuevas presas (ya sea un abrigo, una barra de labios, una cena, una fiesta, unas copas en el sitio de moda donde dejarnos ver, donde puedan admirar nuestro modelito, nuestra buena forma física, nuestro último y discreto retoque, nuestras mechas) que deleiten nuestros sentidos. Nuestros sentidos mandan. Ellos dan las órdenes.
Algo que cautive el paladar, la vista, el oído... Nuestro amor propio, nuestro ego.
Lo que me apetezca.
Qué castigo, qué fracasada soy si no me lo puedo proporcionar.
Y empiezan los "si yo tuviera", "si me tocara la lotería", las envidias: de esa famosa, de su novio, de tu amiga que ha pegado el braguetazo, de fulanita que de repente le va bien su negocio...
Envidias y ansiedades absurdas.
Necesitamos sacar a pasear nuestras tarjetas de crédito, nuestros cuerpos, para poder proclamar que estamos vivos. Ésa es la forma de celebrar la vida: gastando.
Hemos ido a la montaña a ver el deshielo...Para poder redondear el día tomando unas tapas y unos vinos en el restaurante del pueblo.
Hemos salido con la bici...para rellenar el tiempo de la mañana con la idea de hacer deporte juntos y luego poder tomar la cervecita en casa de Marcos que estaba ahí al lado.
Hemos ido a ver a mis padres... para tomar el aperitivo con mi hermana.
Todo se celebra, se hace un día especial, bebiendo alcohol y comiendo con amigos o haciendo compras en solitario.
Compras que te obligan a salir con esos amigos. ¿De qué si no el vestidito de Zara? En el momento de entrar en la tienda, ya estás buscando algo para que combine perfectamente con el pantalón que te quieres poner, algo que le dé ese toque parecido al estilo que has visto en una revista. Para ponértelo.... da igual, en el café del viernes con tus amigas, luego seguirás paseando el modelito haciendo unas compras por el centro, para terminar quedando con tu novio y que te vea así vestida y puede que con otros amigos para cenar. El modelo habrá merecido la pena. Luego quedará olvidado en una percha. Porque no se puede repetir vestimenta. Y para cuando estuviera permitido volver a ponértelo (con variaciones, claro), ya no te gustará, ya tendrás otras adquisiciones que lucir.
Comprar ese mantel y esos servilleteros ideales para la comida del sábado en casa, harán la velada perfecta. Podremos poner las velas que compramos el fin de semana pasado y luego salir a la terraza que ha quedado monísima con los maceteros y plantitas que acabo de poner.
Nos juntamos con los amigos, organizamos una cena, para que ese día cuente. Aguantamos hasta tarde (¿hay tanto que contar para llenar 6 horas?). Ya en la noche, recogiendo los platos, extenuados, una vez nos metamos en la cama duchada y con nuestros sérums, contorno de ojos y crema antiarrugas, poder sentirnos satisfechos, plenos. Ha sido un día interesante, aprovechado, hemos hecho vida social (¡tenemos vida social!), podemos comentar 4 anécdotas o cotilleos con nuestras parejas y dejarnos desconectar frente al aparato de la televisión que nos cuenta noticias, todo eso que ha pasado en el mundo mientras nosotros estábamos tan divertidos.
Pudiendo replegarnos entonces hacia nuestro interior. A no opinar nada, a no mostrar un falso interés por nada, ni estar pendiente de que el sol no le dé a fulanita y cambiar la sombrilla, de captar todas las bromas, de tener una respuesta ingeniosa, de tener un tema interesante de conversación, de evitar los silencios, de alargar la charla y que no decaiga.
Nos sentimos muy ufanas. Hemos sido unas grandes anfitrionas. Todo ha sido cordial, incluso con risas, una velada no inolvidable pero dentro de la agradable y correcto.
- Uffff...pero mañana tengo que ir a la peluquería, reponer aceite de oliva y recoger aquella manta del tinte.
Algo en la actitud
No puedo dejar de sentirme avergonzada, ruborizada y totalmente abochornada cuando veo a esa gente perdiendo los nervios ante una ocasión "importante". Me pone los pelos de punta.
Voy a acotar un poco más el contexto: un evento/fiesta de trabajo, para celebrar algo especial, una inauguración, una despedida... Pero con un trasfondo formal, no por ocio.
Todas estas fiestas tan aburridas que tenía que presenciar. En las que podía observar desde una esquina a las personas que conocía de diario presas de los nervios y el malhumor, un evidente histerismo y suficiencia que las hacía parecer patéticas. Les hubiera abofeteado. Le llenaba de vergüenza ajena, pero al mismo tiempo no podía dejar de mirar. Como en esos espectáculos en los que ves a la gente ridícula, inconscientemente ridícula; la sensación es tan fuerte que apartas la mirada para volverla a prender de inmediato en un intento de dar crédito, de confirmar que tanta ridiculez no ha sido un espejismo. Y rápidamente se representa ante ti la misma escena vergonzante.
¿Por dónde empezar? La sensación es tan fascinante y acapara tantos puntos que podría hacer un listado y recrearme en ellos. Miles de aspectos sutiles que bailan y se superponen ante tus ojos: gestos, miradas, deferencias, peloteos, expresiones, saludos, aspavientos, desplantes, qué decir de la ropa de ellos, de ellas, de las conversaciones, de los nervios, de las caras de agobio para sentirse importantes, ocupados, estresados (esa señal de distinción, de status, de poder del siglo XXI).
- Primero, los preparativos. Puede que yo haya estado varios años apartada de la realidad, como en un sueño o en una nebulosa. Pero veo que toda esta gente con sus puestos, más o menos importantes (eso es lo de menos), van zanganeando a lo largo del día, dando vueltas, entreteniéndose, vagueando, saliendo a fumar, yendo a hablar con fulanito, con menganito, tomando interminables y reiterativos cafés (obligados...pffff...no tengo tiempo pero, bueno, tomamos un café y me cuentas), yendo a hablar por el móvil con caras de concentrada preocupación...
De repente llega el día en el que tienen una presentación seguida de fiesta, día en el que deben organizar un par de cositas extras, un par de detalles más de los que suelen acometer en sus exasperantes rutinas. Un día (que no tiene nada de repentino porque lleva tiempo señalado en el calendario) en el que tienen que trabajar un poco más rápido y utilizando alguna que otra neurona más, y todo son pasos airados de un lado a otro con caras enfadadas, estresadas, resoplidos, y una perenne expresión de mal humor. Cejas levantadas, malas contestaciones, frases maleducadas, meter prisa, buscar culpables en vez de soluciones rápidas. Gente poco resolutiva. Más bien entretenidas en encontrar una persona que falle para poder justificar así su abúlica dejadez y falta de atención. Su tranquilidad y vagancia. Los cabos sueltos que terminan formando siempre un buen embrollo. Pero una madeja bien apretada y tupida.
Se multiplican las caras de susto, los ceños fruncidos, los pasos acelerados, las cabezas hundidas, las manos en los bolsillos. Las carreras, parándose por los pasillos preguntando atropelladamente por encima del hombro. Vienen el revuelo, los agobios. Miedos y amenazas veladas, manifestadas en frases entrecortadas, en miradas, en interrogantes soltados al aire: "¿quién ha puesto esto aquí? ¿cómo que no sabes dónde está? localízame a Silvia, ¡rápido!, (a los 20 segundos) ¿has localizado ya a Silvia? ...que baje inmediatamente que aquí nos tiene que ayudar".
Y lo peor es el tono. Maleducado. No soporto a la gente que pierde las formas, el temple, la sonrisa, con el estrés, las prisas o la tensión.
¿Cómo es cuando resoplan? ¿Cuando se muerden los labios y miran al techo? Cuando apoyan una mano en los riñones y se miran la punta del pie... algunos se acarician la barbilla incluso. Y cuando levantan el tono, cuando sueltan frases hirientes tras de sí y se marchan, dejando un vacío de miradas inquietas, de hastío, de cabreo reconcentrado.
No los soporto.
"Baja, ¡pero baja ya!", "¡tráelo como quiera que esté porque lo necesitamos!"
Y las estúpidas caras de preocupación corriendo de aquí para allá.
No soporto a la gente que confunde preocupación, prisa o eficiencia con mala educación, con grosería. No soporto a la gente que se deja llevar así por ciertas sensaciones de apremio. Se ven desbordados y pierden las formas. Es patético.
Y no soporto ver las caras angustiadas, sumisas y tontorronas de los receptores de tanto grito.
No soporto su recién despertada eficiencia. ("¿así está bien?, ¿quieres que suba a buscarla?, ya lo hago yo"...) ofreciendo soluciones desesperadas y torpes, cargadas de un rechinante servilismo.
Una vez terminado el ratito de tensión en el que las cosas suelen salir finalmente más o menos bien (normalmente "la nave va") pasamos al momento cóctel y saludos. Otro de mis momentos preferidos y más odiados al mismo tiempo. (No puedo evitar pararme a pensar, Dios mío, ¿seré percibida alguna vez así? Es algo que no soporto. Transformarme todo sonrisas y simpatía con gente que no aguanto sólo para agradar, porque es lo que se espera que haga, para parecer más, más, más.... ¿qué? A mí sólo me parecen pelotas, porque se puede mascar, palpar, definitivamente ver, cuando las personas en cuestión no están siendo francas, están tirando de frases hechas, se ve todo forzado, lleno de risas nerviosas para rellenar y ojos inquietos y speedicos, que no se mantienen posados en el mismo sitio más de 1 segundo, buscando una vía de escape. Algo que decir, alguien a quien llamar... antes de que caigamos en la adulación absurda utilizada como rellenazo.
¿Para qué las adulaciones? Unos no saben cómo plantearlas sin parecer pelotas, los otros no saben cómo recibirlas sin pecar de (mucha, poca, falsa) modestia.
Empieza el cóctel. Entonces, y se me ha olvidado porque esto bien podría encajarse en el momento "preparativos", no puedo dejar de mencionar la transformación en las vestimentas. Me fascina el concepto que tienen, sobretodo las mujeres, de "ponerse guapas". Ponerse guapas no quiere decir que te pintes como una puerta. No voy a ser mala, algunas ni siquiera se pintan como puertas, simplemente es que no estás acostumbrado a verlas con una pizca de maquillaje y de repente...¡oh... distorsión!
Los puntos más destacados: boca y ojos, pelo.
Bocas desfiguradamente pintadas de un rojo que las transforman en primas hermanas de Joker.
Peinados "especiales" (moños italianos, bucles victorianos, alisados tabla, recogidos historiados, retorcidos y totalmente anacrónicos).
Ojos oscurecidos a nivel gótico. Líneas trazadas con inexperto pulso que empequeñecen los ojos. La mirada enmarcada no le queda bien a todo el mundo y menos pintada a la ligera, es decir, mal.
Montañas de pote extendidas en circulares capas que, cual pátina, va acumulándose en ciertos recovecos faciales (rictus, ojera, hueco entre barbilla y labio). Y los brillos en las superficies planas: frente, mejillas, puente de la nariz. De una grasa viscosidad untuosa y deslizante.
Estas composiciones, esta alternancia de luces y sombras, no favorecen. El maquillaje rara vez favorece. Sólo los cinco minutos que permaneces frente al espejo es posible que te veas bien. En el estatismo, frescor y fotográfica mirada en la que te observas en el espejo del cuarto de baño, con ese vestido bien puesto, con tu más seductor gesto, con determinada luz.
En esto pasa como con el maquillaje, la gente se ve guapa con unas expresiones muy curiosas y totalmente espantosas. Ojos entrecerrados (en supuesto gesto inquietante), boquita apuntada (en supuesto gesto seductor), cejas desmesuradamente levantadas (¿insolencia?), boquita entreabierta (¿inocente?) Así se ven guapísimas, arrebatadoras... Gestos forzados, exagerados, que luego no forman parte de sus expresiones habituales. En cuanto cambias de luz, en cuanto estás en otro ambiente, en cuanto te vas alejando del cuarto de baño te vas separando rápidamente de esa imagen ideal que te ha parecido ver en el espejo porque no todo el tiempo vas a estar con ese gesto (y sinceramente, gracias a Dios) y el maquillaje se cae, te matiza la expresión, te la desdibuja, te la cambia. Desdibujando unos labios, escondiendo unos ojos... Simplemente estás distinta y créeme que en excepcionales ocasiones estás mejor.
Por otro lado, la ropa. Salen dignas aspirantes a progenie de Bernarda Alba, enlutadas de la cabeza a los pies (da igual lo que te pongas : superposiciones, vestido, dos piezas... sólo se ve un borrón negro, no se aprecian las distintas prendas).
Y otra cosa que me fascina, los tacones. Se ponen tacones y les pasa lo mismo que a los tíos con el traje (tema que ya describí alguna vez) se llenan de soberbia, arrogancia y vanidad. Andan más estiradas que una estaca, muy serias mirando al suelo, pretendiendo parecer naturales pero observando de reojo si levantan miradas, quién les observa, si se han fijado. Con una mirada de suficiencia, de satisfacción, les aparece una ligera sonrisa orgullosa en los labios, en los ojos.
Y van taconeando de aquí para allá. Y van quejándose del terrible dolor y molestia que le producen los zapatos. ¿Por qué se los han puesto? ¿Para estar más elegantes? Como para honrar la ocasión. Demostrar que le dan la importancia que requiere.
Pero van demostrando con su cara de esfuerzo el tremendo sacrificio que llevan en los pies (¡¡deberían pagárselo como horas extra!!)
Se suceden las expresiones. ¡Bueno, bueno, bueno, pero ¡qué guapísima estás! ¡Cuánta elegancia! ¡Estás estupenda! Uy, casi ni te reconozco (y creételo que es verdad) Y esto entronca con el apartado saludos. Grandes aspavientos, brazos extendidos al aire, troncos echados hacia atrás, caras giradas.... ¡Hombre!, pero bueno...Marisa!! Pequeños grititos, caritas extasiadas de emoción, abrazos inesperados (revelados por las caras de sorpresa y desconcierto del estrujado) Sonrisas desmembradas, apretones de hombros mientras apartas de ti al otro para mirarle a la cara y preguntarle ¿cómo estás? (- esto... ¿intimidado?)
Poniendo el énfasis en las personas que lo requieren. Demostrando que eres una auténtica relaciones públicas. Que estás pendiente y te acuerdas de todos, que al importante le haces sentirse importante. ¡Pero qué alegría que estés aquí!!, par de sonoros y decididos besos. Lo que vienen a ser unos besos bien plantados. Ven, ven, que te presento a fulano, y lo coges del brazo y te lo llevas dando unos pequeños y torpes pasitos (taconeantes como de geisha) llena de emoción que hacen ruborizarse al desconcertado apresado y conducido. Laaargas frases de bienvenida, con las sílabas alargadas desmesuradamente (¿cómo estáaaaaaas? pero queeeé aleeeegríiiiia..., estás estupendaaaaa.
Saluditos, pasitos, besitos...tontorrones. Y los innumerables feos que se solapan a estas afectadas demostraciones de afecto. Te están hablando y dejas con la palabra en la boca a esa persona para ir a saludar a otra que claramente te parece más importante (¡¡qué profesional!!) No sé si me da más tirria el que se va disparado babeando a por la persona poderosa o el que se queda con cara de no pasa nada y como encantado de la vida. Pobrecillo, hasta a ti te da pena.
Aquí haré un inciso. Ignoro quién apoya la absurda idea de que con unas copitas la gente socializa mejor. No. La gente hace más el ridículo. Y hay dos posturas al día siguiente (y los venideros) La del avergonzado y la del vergonzante. El primero se mostrará borde, desagradable, dando a entender que no es como se le vio en el estado de embriaguez y que no deben perderle el respeto. Y la peor parte se la lleva el vergonzante porque tiene que demostrar, pero sin que parezca que está demostrando nada, que ni se acuerda de la euforia del ahora avergonzado, que no ha cambiado su actitud y que le da lo mismo. Y se suelen crear muros infranqueables, más gruesos y altos que los que había antes.
Pero bueno, eso es al día siguiente.
De momento estamos en las primeras copas de la velada. Ese momento en el que la gente todavía está muy tensa, no se atreve a moverse mucho, a coger más de dos canapés seguidos, están pendientes de si les miran , quién, de si le ha visto fulano y debe acercarse a saludar o esperarse a que se acerque él, ¿se ha hecho el loco?, y vas dando pequeños sorbos a tu copa. Enganchar a alguien por banda para no quedarte descolgado, en plan autista, con la copa y la mirada en el vacío sin saber qué cara poner ni qué postura (brazos cruzados frente al cuerpo, no, que indica rechazo, colgando a los lados del cuerpo no se ve natural, ¿una mano en el bolsillo?, ¿y la otra?, necesito definitivamente sostener una copa, tener las manos ocupadas). Buscando desesperadamente a alguien que te dé la cobertura para dar la imagen de integrado en el grupo.
Luego hay gente muy cabrona que le encanta ir de grupito cerrado y te van dejando atrás en sus recorridos por la sala, o encuentros y conversaciones en los que no pintas nada y debes hacerte a un lado. Vuelta a la cara de idiota sonriente. ¿A quién miras? ¿a los demás, al suelo, a lo que te estás tomando?...
El móvil puede ser un asidero en momento de crisis. El móvil, cara de preocupación, entrecejo fruncido o sonriente pero con gran interés. Pasos rápidos hacia fuera de la sala, para despistar unos segundos de ese momento de angustiosa soledad en la que empezabas a ser el centro de atención. Y hay que romper con ese vicio que se está formando en torno a tu persona. Porque siempre hay un descolgado en todas las fiestas y como empieces a ser tú, esto es como la suerte, o más bien la mala suerte: si te pilla por banda, no te abandona. Así que te vas ligero hacia las escaleras, te ausentas unos minutos y ya vuelves a la fiesta sonriente, como de otro mundo, y con energía para poder relacionarte.
Otra cosa es que tampoco quieres estar con el típico pardillo o tontorrón del grupo, con el que nadie quiere hablar. Un rato para mostrar delicadeza y para que no se te vea solo mientras las copas os van haciendo efecto a ti y a los demás, vale. Pero más de 10 minutos no es lo prudente. Te asociarán con él y sabes que (aunque te dé igual porque lo que quieres es pasar el rato) quieres pasar ese rato porque "tienes que", no por gusto. Y se trata de un tema de imagen pública, laboral... no estás echando el rato en el aeropuerto porque tu avión lleve retraso.
Entonces las copillas empiezan (¡por fin!) a hacer efecto (a ti y a todos) Es alucinante cómo te ves de natural y tranquilo con unas copitas. Las conversaciones fluyen sin esfuerzo, la complicidad, la cercanía, si te quedas un rato solo, no sólo te da igual sino que disfrutas de ese instante tranquilo, pudiendo observar a los demás en la fiesta sin miedo a quien te estará observando y si pensará que estás cavilando esto o aquello o lo perdido que te ves ahí con tu copa y poniendo cara bonachona. Imaginar lo que tienen que estar pensando los que te observan mientras tu juegas a no observar nada es extenuante y absurdo, además de desmoralizador. De todas formas, muchas veces puedes hasta leer sus mentes según veas por el rabillo del ojo quien te observa.
Pero ya llevamos unas copillas, ya se han hecho los saludos críticos y está el ambiente más distendido. Distendido es la palabra. Empiezan las risas, las mezclas entre grupos, las bromas. Tal vez algún emocionado empieza a sacar los pies del plato, etc.
Es el momento de irse, sobretodo si tú también te has distendido y no quieres distenderte tanto como para que tus pies también patinen.
Pero estamos en que tú eres una simple observadora. Los ves hablando. Ya no están los grupos de pelotas detrás de los jefes haciéndose los interesantes y los complacientes a un nivel de servilismo vomitivo. Riéndose de sus gracias, criticando lo que a ellos no les gusta, alabando lo que les parece bien, perdiendo el culo si necesitan alguna cosa, o lo que es peor, ordenando a alguien (siempre con muy malos modos, faltaría más, el jefe se lo merece) que pierda el culo para facilitarle al jefe esa cosa...
Se empiezan a ver las caras embotadas, rojas, exultantes. Se multiplican las simpatías, los favores, las conversaciones. Hablas con quien estabas molesto (para seguir igual o más enfadado al día siguiente cuando te acuerdes de que fuiste tú el que se acercó, ¿para qué cojones me acercaría, emocionada de los cojones), alguien se arranca a bailar, palabras sentidas, emocionadas (yo valoro muchísimo tu opinión; aunque no te lo diga, en esta empresa eres una persona muy importante; me encanta el vestido que llevas, qué gracia me hizo la vez que dijiste...etc etc).
He olvidado comentar el atuendo y la percha masculina que no es menos vanidosa y llena de estupidez que la femenina. El hombre y el traje. Madre mía. ¿Se han creído todos que por ponerse camisa y corbata, y ya no te digo traje de chaqueta, están irresitibles? Un modelo de elegancia, misterio y seducción.
Miran de soslayo muy seguros de sí mismos: verás cuando ésta me vea así vestido, que estoy im-presionante... Y se mueven de distinta manera, todo engolados y con caras interesantes, serias, cejas levantadas, les falta pasarse el pulgar por el labio. Pero intentando parecer naturales. Hasta hablan distinto. Con altivez. Se pasean, giran sobre los talones de sus lustrados y elegantes zapatos. No caben en sus camisas. Ridículos.
¿Hay un punto y final a este espectáculo bochornoso? Sí, y qué placer cuando huyes de este teatro ridículo. ¿Se ven ellos ridículos también?
Y en mi cabeza no paro de darle vueltas a la cuestión de si mis compañeros nadiritas sufren el mismo desprecio hacia sí mismos. Desde lo alto, mirándolos, suelo imaginar que los demás pasajeros no son conscientes de las miradas de desprecio impávido de los mercaderes nativos, el personal de servicios, los vendedores de fotos con iguanas, etc. Suelo imaginar que mis compañeros turistas están demasiado bovinamente ensimismados para darse cuenta de cómo nos miran...
(Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. David Foster Wallace).
Voy a acotar un poco más el contexto: un evento/fiesta de trabajo, para celebrar algo especial, una inauguración, una despedida... Pero con un trasfondo formal, no por ocio.
Todas estas fiestas tan aburridas que tenía que presenciar. En las que podía observar desde una esquina a las personas que conocía de diario presas de los nervios y el malhumor, un evidente histerismo y suficiencia que las hacía parecer patéticas. Les hubiera abofeteado. Le llenaba de vergüenza ajena, pero al mismo tiempo no podía dejar de mirar. Como en esos espectáculos en los que ves a la gente ridícula, inconscientemente ridícula; la sensación es tan fuerte que apartas la mirada para volverla a prender de inmediato en un intento de dar crédito, de confirmar que tanta ridiculez no ha sido un espejismo. Y rápidamente se representa ante ti la misma escena vergonzante.
¿Por dónde empezar? La sensación es tan fascinante y acapara tantos puntos que podría hacer un listado y recrearme en ellos. Miles de aspectos sutiles que bailan y se superponen ante tus ojos: gestos, miradas, deferencias, peloteos, expresiones, saludos, aspavientos, desplantes, qué decir de la ropa de ellos, de ellas, de las conversaciones, de los nervios, de las caras de agobio para sentirse importantes, ocupados, estresados (esa señal de distinción, de status, de poder del siglo XXI).
- Primero, los preparativos. Puede que yo haya estado varios años apartada de la realidad, como en un sueño o en una nebulosa. Pero veo que toda esta gente con sus puestos, más o menos importantes (eso es lo de menos), van zanganeando a lo largo del día, dando vueltas, entreteniéndose, vagueando, saliendo a fumar, yendo a hablar con fulanito, con menganito, tomando interminables y reiterativos cafés (obligados...pffff...no tengo tiempo pero, bueno, tomamos un café y me cuentas), yendo a hablar por el móvil con caras de concentrada preocupación...
De repente llega el día en el que tienen una presentación seguida de fiesta, día en el que deben organizar un par de cositas extras, un par de detalles más de los que suelen acometer en sus exasperantes rutinas. Un día (que no tiene nada de repentino porque lleva tiempo señalado en el calendario) en el que tienen que trabajar un poco más rápido y utilizando alguna que otra neurona más, y todo son pasos airados de un lado a otro con caras enfadadas, estresadas, resoplidos, y una perenne expresión de mal humor. Cejas levantadas, malas contestaciones, frases maleducadas, meter prisa, buscar culpables en vez de soluciones rápidas. Gente poco resolutiva. Más bien entretenidas en encontrar una persona que falle para poder justificar así su abúlica dejadez y falta de atención. Su tranquilidad y vagancia. Los cabos sueltos que terminan formando siempre un buen embrollo. Pero una madeja bien apretada y tupida.
Se multiplican las caras de susto, los ceños fruncidos, los pasos acelerados, las cabezas hundidas, las manos en los bolsillos. Las carreras, parándose por los pasillos preguntando atropelladamente por encima del hombro. Vienen el revuelo, los agobios. Miedos y amenazas veladas, manifestadas en frases entrecortadas, en miradas, en interrogantes soltados al aire: "¿quién ha puesto esto aquí? ¿cómo que no sabes dónde está? localízame a Silvia, ¡rápido!, (a los 20 segundos) ¿has localizado ya a Silvia? ...que baje inmediatamente que aquí nos tiene que ayudar".
Y lo peor es el tono. Maleducado. No soporto a la gente que pierde las formas, el temple, la sonrisa, con el estrés, las prisas o la tensión.
¿Cómo es cuando resoplan? ¿Cuando se muerden los labios y miran al techo? Cuando apoyan una mano en los riñones y se miran la punta del pie... algunos se acarician la barbilla incluso. Y cuando levantan el tono, cuando sueltan frases hirientes tras de sí y se marchan, dejando un vacío de miradas inquietas, de hastío, de cabreo reconcentrado.
No los soporto.
"Baja, ¡pero baja ya!", "¡tráelo como quiera que esté porque lo necesitamos!"
Y las estúpidas caras de preocupación corriendo de aquí para allá.
No soporto a la gente que confunde preocupación, prisa o eficiencia con mala educación, con grosería. No soporto a la gente que se deja llevar así por ciertas sensaciones de apremio. Se ven desbordados y pierden las formas. Es patético.
Y no soporto ver las caras angustiadas, sumisas y tontorronas de los receptores de tanto grito.
No soporto su recién despertada eficiencia. ("¿así está bien?, ¿quieres que suba a buscarla?, ya lo hago yo"...) ofreciendo soluciones desesperadas y torpes, cargadas de un rechinante servilismo.
Una vez terminado el ratito de tensión en el que las cosas suelen salir finalmente más o menos bien (normalmente "la nave va") pasamos al momento cóctel y saludos. Otro de mis momentos preferidos y más odiados al mismo tiempo. (No puedo evitar pararme a pensar, Dios mío, ¿seré percibida alguna vez así? Es algo que no soporto. Transformarme todo sonrisas y simpatía con gente que no aguanto sólo para agradar, porque es lo que se espera que haga, para parecer más, más, más.... ¿qué? A mí sólo me parecen pelotas, porque se puede mascar, palpar, definitivamente ver, cuando las personas en cuestión no están siendo francas, están tirando de frases hechas, se ve todo forzado, lleno de risas nerviosas para rellenar y ojos inquietos y speedicos, que no se mantienen posados en el mismo sitio más de 1 segundo, buscando una vía de escape. Algo que decir, alguien a quien llamar... antes de que caigamos en la adulación absurda utilizada como rellenazo.
¿Para qué las adulaciones? Unos no saben cómo plantearlas sin parecer pelotas, los otros no saben cómo recibirlas sin pecar de (mucha, poca, falsa) modestia.
Empieza el cóctel. Entonces, y se me ha olvidado porque esto bien podría encajarse en el momento "preparativos", no puedo dejar de mencionar la transformación en las vestimentas. Me fascina el concepto que tienen, sobretodo las mujeres, de "ponerse guapas". Ponerse guapas no quiere decir que te pintes como una puerta. No voy a ser mala, algunas ni siquiera se pintan como puertas, simplemente es que no estás acostumbrado a verlas con una pizca de maquillaje y de repente...¡oh... distorsión!
Los puntos más destacados: boca y ojos, pelo.
Bocas desfiguradamente pintadas de un rojo que las transforman en primas hermanas de Joker.
Peinados "especiales" (moños italianos, bucles victorianos, alisados tabla, recogidos historiados, retorcidos y totalmente anacrónicos).
Ojos oscurecidos a nivel gótico. Líneas trazadas con inexperto pulso que empequeñecen los ojos. La mirada enmarcada no le queda bien a todo el mundo y menos pintada a la ligera, es decir, mal.
Montañas de pote extendidas en circulares capas que, cual pátina, va acumulándose en ciertos recovecos faciales (rictus, ojera, hueco entre barbilla y labio). Y los brillos en las superficies planas: frente, mejillas, puente de la nariz. De una grasa viscosidad untuosa y deslizante.
Estas composiciones, esta alternancia de luces y sombras, no favorecen. El maquillaje rara vez favorece. Sólo los cinco minutos que permaneces frente al espejo es posible que te veas bien. En el estatismo, frescor y fotográfica mirada en la que te observas en el espejo del cuarto de baño, con ese vestido bien puesto, con tu más seductor gesto, con determinada luz.
En esto pasa como con el maquillaje, la gente se ve guapa con unas expresiones muy curiosas y totalmente espantosas. Ojos entrecerrados (en supuesto gesto inquietante), boquita apuntada (en supuesto gesto seductor), cejas desmesuradamente levantadas (¿insolencia?), boquita entreabierta (¿inocente?) Así se ven guapísimas, arrebatadoras... Gestos forzados, exagerados, que luego no forman parte de sus expresiones habituales. En cuanto cambias de luz, en cuanto estás en otro ambiente, en cuanto te vas alejando del cuarto de baño te vas separando rápidamente de esa imagen ideal que te ha parecido ver en el espejo porque no todo el tiempo vas a estar con ese gesto (y sinceramente, gracias a Dios) y el maquillaje se cae, te matiza la expresión, te la desdibuja, te la cambia. Desdibujando unos labios, escondiendo unos ojos... Simplemente estás distinta y créeme que en excepcionales ocasiones estás mejor.
Por otro lado, la ropa. Salen dignas aspirantes a progenie de Bernarda Alba, enlutadas de la cabeza a los pies (da igual lo que te pongas : superposiciones, vestido, dos piezas... sólo se ve un borrón negro, no se aprecian las distintas prendas).
Y otra cosa que me fascina, los tacones. Se ponen tacones y les pasa lo mismo que a los tíos con el traje (tema que ya describí alguna vez) se llenan de soberbia, arrogancia y vanidad. Andan más estiradas que una estaca, muy serias mirando al suelo, pretendiendo parecer naturales pero observando de reojo si levantan miradas, quién les observa, si se han fijado. Con una mirada de suficiencia, de satisfacción, les aparece una ligera sonrisa orgullosa en los labios, en los ojos.
Y van taconeando de aquí para allá. Y van quejándose del terrible dolor y molestia que le producen los zapatos. ¿Por qué se los han puesto? ¿Para estar más elegantes? Como para honrar la ocasión. Demostrar que le dan la importancia que requiere.
Pero van demostrando con su cara de esfuerzo el tremendo sacrificio que llevan en los pies (¡¡deberían pagárselo como horas extra!!)
Se suceden las expresiones. ¡Bueno, bueno, bueno, pero ¡qué guapísima estás! ¡Cuánta elegancia! ¡Estás estupenda! Uy, casi ni te reconozco (y creételo que es verdad) Y esto entronca con el apartado saludos. Grandes aspavientos, brazos extendidos al aire, troncos echados hacia atrás, caras giradas.... ¡Hombre!, pero bueno...Marisa!! Pequeños grititos, caritas extasiadas de emoción, abrazos inesperados (revelados por las caras de sorpresa y desconcierto del estrujado) Sonrisas desmembradas, apretones de hombros mientras apartas de ti al otro para mirarle a la cara y preguntarle ¿cómo estás? (- esto... ¿intimidado?)
Poniendo el énfasis en las personas que lo requieren. Demostrando que eres una auténtica relaciones públicas. Que estás pendiente y te acuerdas de todos, que al importante le haces sentirse importante. ¡Pero qué alegría que estés aquí!!, par de sonoros y decididos besos. Lo que vienen a ser unos besos bien plantados. Ven, ven, que te presento a fulano, y lo coges del brazo y te lo llevas dando unos pequeños y torpes pasitos (taconeantes como de geisha) llena de emoción que hacen ruborizarse al desconcertado apresado y conducido. Laaargas frases de bienvenida, con las sílabas alargadas desmesuradamente (¿cómo estáaaaaaas? pero queeeé aleeeegríiiiia..., estás estupendaaaaa.
Saluditos, pasitos, besitos...tontorrones. Y los innumerables feos que se solapan a estas afectadas demostraciones de afecto. Te están hablando y dejas con la palabra en la boca a esa persona para ir a saludar a otra que claramente te parece más importante (¡¡qué profesional!!) No sé si me da más tirria el que se va disparado babeando a por la persona poderosa o el que se queda con cara de no pasa nada y como encantado de la vida. Pobrecillo, hasta a ti te da pena.
Aquí haré un inciso. Ignoro quién apoya la absurda idea de que con unas copitas la gente socializa mejor. No. La gente hace más el ridículo. Y hay dos posturas al día siguiente (y los venideros) La del avergonzado y la del vergonzante. El primero se mostrará borde, desagradable, dando a entender que no es como se le vio en el estado de embriaguez y que no deben perderle el respeto. Y la peor parte se la lleva el vergonzante porque tiene que demostrar, pero sin que parezca que está demostrando nada, que ni se acuerda de la euforia del ahora avergonzado, que no ha cambiado su actitud y que le da lo mismo. Y se suelen crear muros infranqueables, más gruesos y altos que los que había antes.
Pero bueno, eso es al día siguiente.
De momento estamos en las primeras copas de la velada. Ese momento en el que la gente todavía está muy tensa, no se atreve a moverse mucho, a coger más de dos canapés seguidos, están pendientes de si les miran , quién, de si le ha visto fulano y debe acercarse a saludar o esperarse a que se acerque él, ¿se ha hecho el loco?, y vas dando pequeños sorbos a tu copa. Enganchar a alguien por banda para no quedarte descolgado, en plan autista, con la copa y la mirada en el vacío sin saber qué cara poner ni qué postura (brazos cruzados frente al cuerpo, no, que indica rechazo, colgando a los lados del cuerpo no se ve natural, ¿una mano en el bolsillo?, ¿y la otra?, necesito definitivamente sostener una copa, tener las manos ocupadas). Buscando desesperadamente a alguien que te dé la cobertura para dar la imagen de integrado en el grupo.
Luego hay gente muy cabrona que le encanta ir de grupito cerrado y te van dejando atrás en sus recorridos por la sala, o encuentros y conversaciones en los que no pintas nada y debes hacerte a un lado. Vuelta a la cara de idiota sonriente. ¿A quién miras? ¿a los demás, al suelo, a lo que te estás tomando?...
El móvil puede ser un asidero en momento de crisis. El móvil, cara de preocupación, entrecejo fruncido o sonriente pero con gran interés. Pasos rápidos hacia fuera de la sala, para despistar unos segundos de ese momento de angustiosa soledad en la que empezabas a ser el centro de atención. Y hay que romper con ese vicio que se está formando en torno a tu persona. Porque siempre hay un descolgado en todas las fiestas y como empieces a ser tú, esto es como la suerte, o más bien la mala suerte: si te pilla por banda, no te abandona. Así que te vas ligero hacia las escaleras, te ausentas unos minutos y ya vuelves a la fiesta sonriente, como de otro mundo, y con energía para poder relacionarte.
Otra cosa es que tampoco quieres estar con el típico pardillo o tontorrón del grupo, con el que nadie quiere hablar. Un rato para mostrar delicadeza y para que no se te vea solo mientras las copas os van haciendo efecto a ti y a los demás, vale. Pero más de 10 minutos no es lo prudente. Te asociarán con él y sabes que (aunque te dé igual porque lo que quieres es pasar el rato) quieres pasar ese rato porque "tienes que", no por gusto. Y se trata de un tema de imagen pública, laboral... no estás echando el rato en el aeropuerto porque tu avión lleve retraso.
Entonces las copillas empiezan (¡por fin!) a hacer efecto (a ti y a todos) Es alucinante cómo te ves de natural y tranquilo con unas copitas. Las conversaciones fluyen sin esfuerzo, la complicidad, la cercanía, si te quedas un rato solo, no sólo te da igual sino que disfrutas de ese instante tranquilo, pudiendo observar a los demás en la fiesta sin miedo a quien te estará observando y si pensará que estás cavilando esto o aquello o lo perdido que te ves ahí con tu copa y poniendo cara bonachona. Imaginar lo que tienen que estar pensando los que te observan mientras tu juegas a no observar nada es extenuante y absurdo, además de desmoralizador. De todas formas, muchas veces puedes hasta leer sus mentes según veas por el rabillo del ojo quien te observa.
Pero ya llevamos unas copillas, ya se han hecho los saludos críticos y está el ambiente más distendido. Distendido es la palabra. Empiezan las risas, las mezclas entre grupos, las bromas. Tal vez algún emocionado empieza a sacar los pies del plato, etc.
Es el momento de irse, sobretodo si tú también te has distendido y no quieres distenderte tanto como para que tus pies también patinen.
Pero estamos en que tú eres una simple observadora. Los ves hablando. Ya no están los grupos de pelotas detrás de los jefes haciéndose los interesantes y los complacientes a un nivel de servilismo vomitivo. Riéndose de sus gracias, criticando lo que a ellos no les gusta, alabando lo que les parece bien, perdiendo el culo si necesitan alguna cosa, o lo que es peor, ordenando a alguien (siempre con muy malos modos, faltaría más, el jefe se lo merece) que pierda el culo para facilitarle al jefe esa cosa...
Se empiezan a ver las caras embotadas, rojas, exultantes. Se multiplican las simpatías, los favores, las conversaciones. Hablas con quien estabas molesto (para seguir igual o más enfadado al día siguiente cuando te acuerdes de que fuiste tú el que se acercó, ¿para qué cojones me acercaría, emocionada de los cojones), alguien se arranca a bailar, palabras sentidas, emocionadas (yo valoro muchísimo tu opinión; aunque no te lo diga, en esta empresa eres una persona muy importante; me encanta el vestido que llevas, qué gracia me hizo la vez que dijiste...etc etc).
He olvidado comentar el atuendo y la percha masculina que no es menos vanidosa y llena de estupidez que la femenina. El hombre y el traje. Madre mía. ¿Se han creído todos que por ponerse camisa y corbata, y ya no te digo traje de chaqueta, están irresitibles? Un modelo de elegancia, misterio y seducción.
Miran de soslayo muy seguros de sí mismos: verás cuando ésta me vea así vestido, que estoy im-presionante... Y se mueven de distinta manera, todo engolados y con caras interesantes, serias, cejas levantadas, les falta pasarse el pulgar por el labio. Pero intentando parecer naturales. Hasta hablan distinto. Con altivez. Se pasean, giran sobre los talones de sus lustrados y elegantes zapatos. No caben en sus camisas. Ridículos.
¿Hay un punto y final a este espectáculo bochornoso? Sí, y qué placer cuando huyes de este teatro ridículo. ¿Se ven ellos ridículos también?
Y en mi cabeza no paro de darle vueltas a la cuestión de si mis compañeros nadiritas sufren el mismo desprecio hacia sí mismos. Desde lo alto, mirándolos, suelo imaginar que los demás pasajeros no son conscientes de las miradas de desprecio impávido de los mercaderes nativos, el personal de servicios, los vendedores de fotos con iguanas, etc. Suelo imaginar que mis compañeros turistas están demasiado bovinamente ensimismados para darse cuenta de cómo nos miran...
(Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. David Foster Wallace).